La Declaración de Lima, otro hito de la democracia – Asdrúbal Aguiar

Por: Asdrúbal Aguiar

La adopción de la llamada Declaración de Lima, trabajada por 17 gobiernos a instancias del presidente Pedro Pablo Kucksinski, hecha propia por 12 cancilleres de la región y publicada con la presencia de los primeros, saca del sopor al sistema de seguridad colectiva de la democracia; casi llevado a la tumba por el Socialismo del siglo XXI y su ancla dentro de la OEA, José Miguel Insulza, de ingrata recordación.

El texto condena la ruptura del orden constitucional y democrático en Venezuela. Le impone a la dictadura de Nicolás Maduro distintas medidas, tanto como fija lineamientos para el manejo de las relaciones exteriores con éste.

Una primera consideración que cabe, al respecto, es sobre el factor determinante de este golpe de timón inédito; siendo que, la cuestión venezolana estaba servida desde antes, desde cuando Luis Almagro, actual Secretario General de la OEA, presenta sus tres informes sucesivos, dando cuenta no solo de las alteraciones graves, sino de las cabales rupturas democráticas que observara por parte de una estructura de gobierno – la de Maduro – abiertamente coludida con el narcotráfico y el terrorismo.

La situación que colma la paciencia de los gobiernos y les obliga dejar atrás los métodos formales de la diplomacia multilateral para resolver con la urgencia debida, tiene lugar una vez como el dictador mencionado sobrepasa la línea roja y pisotea el elemento primario de la democracia, el voto, la expresión de la soberanía popular. Al convocar una constituyente dictatorial de espaldas a las reglas constitucionales sobre la materia, escoger a dedo a los constituyentes, y realizar una elección puertas adentro – dentro de sus predios – con absoluto desprecio por el principio del voto universal, directo y secreto, escupió a la cara de aquéllos.

La enseñanza es obligada. Los demás elementos esenciales de la democracia y los componentes fundamentales de su ejercicio, aprobados en 1959, en Santiago de Chile y luego sistematizados, hechos vinculantes en 2001 con la Carta Democrática Interamericana (derechos humanos, vigencia del Estado de Derecho, separación de poderes, pluralismo político, libertad de prensa, transparencia, probidad, rendición de cuentas, sujeción del poder militar al poder civil, participación ciudadana), a ojos de una buena parte de los actuales gobernantes son exquisiteces, en la hora y en momentos de severa invertebración social y política en las Américas. Pero el derecho al voto es otra cosa.

La innovación es lo importante. A través de una resolución, con asentimiento expreso y también tácito de los más importantes gobiernos de la región, incluidos los más representativos del Caribe angloparlante, surge un documento prescriptivo y no solo recomendatorio. Su fuerza depende de la buena fe en el comportamiento oportuno de las cancillerías. Es una modalidad audaz e innovadora de soft law, como acto cuasi-jurídico y en cierne, ordinariamente impreciso, que puede abrir caminos y facilitar consensos experimentales para lo que pueda venir luego de modo vinculante. Esta vez, sin embargo, hay claridad normativa, pero compromisos de ejecución flexibles y desconcentrados, tanto que se hace una invocación deliberada a la Carta Democrática Interamericana como desiderátum.

El sentido de la vergüenza llegó a los palacios. No podían los presidentes digerir el grado de impudicia, el desafío de una claque criminal que instalada en Caracas e integrada por una comandita de militares y civiles controlados desde La Habana, les diga: ¡Y qué! ¡Sí somos dictadores y represores! ¡Y qué!

Pues bien, las circunstancias dirán hasta donde llegará la constituyente madurista, que por lo pronto envía a la cárcel a los alcaldes de la oposición mientras otros aspiran hacerse elegir como gobernadores, en unas elecciones organizadas bajo dicha constituyente, encargada de darle certificados de buena conducta a los aspirantes.

Pero la realidad no ha cambiado. La hambruna y falta de medicinas, el 80% de pobreza crítica, la imposibilidad de que un empleado medio pueda comprar siquiera un quinto de los alimentos que adquiere un consumidor colombiano de la franja más pobre, tener a más de 600 venezolanos como prisioneros políticos, la conciencia nacional de que la libertad se ha perdido y el mal absoluto se enseñorea, son gasolina sobre el piso; expresan líneas críticas que obligan a la supervivencia y apagan el miedo. Y así desaparecen, en medio de la desesperación, hasta las líneas tenues de la solidaridad.

Desde Lima, al menos, su declaración dice que no reconocen a la dictadura ni su constituyente, que reconocen a la Asamblea Nacional y a la Fiscal General, que no apoyarán las iniciativas internacionales de la dictadura, que saben de las violaciones de derechos humanos y la violencia sistemática como política de Estado, y que impedirán que la dictadura se haga de nuevas armas. Y que seguirán observándonos.

Es mucho visto lo anterior, es poco dada la ominosa tragedia que determina las medidas. Pero se agradece. Los gobiernos americanos han renunciado al papel de médicos forenses de la democracia, así hayan optado por la de médicos intensivistas.

Nos corresponde a los venezolanos, por ende, sostener esa mirada preocupada sobre nuestra gravedad, ya que puede distraerse si encuentra excusas, si ve que el enfermo antes que quejarse disimula o muestra normalidad.

 

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