Por: Jean Maninat
En La quimera del oro,(1925), Charles Chaplin desarrolla una historia de solidaridad, traición y posterior redención, entre marginados a la búsqueda de un golpe de oro que los saque de su pobreza. Queda para la historia del cine la famosa secuencia donde Charlot hierve con maestría de chef uno de sus zapatos para comérselo junto a un cómplice y engañar el hambre que los aflige. Una versión avant-garde de comerse un cable, con el oro como trasfondo.
El deslumbramiento con el poco oro que vieron al llegar los segundos habitantes del continente americano (los primeros fueron los pueblos originarios, los segundos los conquistadores originales, sin contar extraterrestres y especies divinas) de las tierras recién descubiertas por un despistado Colón, colonizó con espejismos dorados la salud mental de los españoles primerizos, y los empujó a avanzar a toda vela y trocha en la conquista de nuevos territorios con la íntima iluminación de que todo lo que brilla es oro, sobre todo en Potosí, en lo que era el Alto Perú.
El Caribe se convirtió en un hervidero de naves de todo calado y velamen, comandadas por aventureros venidos de medio mundo, atraídos por el botín de los galeones, que como Rappi, hacían el delivery puerto a puerto del oro recién socavado, o ya convertido en orfebrería y doblones constantes y sonantes, resistentes a la mordida de un bucanero con hambre de riquezas. Ingleses, franceses, holandeses, escoceses, alemanes y hasta daneses convirtieron el Mar de los Caribes en una “gallera universal” al decir de Germán Arciniegas en su Biografía del Caribe. El mito de El Dorado, alucinaba todavía a reyes y reinas, a patricios y plebeyos… a todos les relumbraba oro en las pupilas.
De los cuellos de raperos y beisbolistas, boxeadores y basquetbolistas, gangstas y niños bien, penden gruesas cadenas de oro -algunas hechas con el que puso el moro- como símbolo de estatus, de ocupar un lugar privilegiado en la constelación del mundo, de valer por los quilates que se llevan encima. El salado de Pedro Navaja alumbró con su diente de oro toda la avenida antes de recibir la bala mortal de un 38, Smith&Wesson del especial, y Tony Montana cayó de bruces en una fuente de agua con una tronera en la espalda y sus guindajos de oro en la garganta.
En la pequeña Venecia hemos tenido recientemente un renacimiento de nuestra particular “fiebre del oro” que viene desde el paso por estas tierras del tirano Aguirre, la invasión pirata de los garimpeiros, la explotación salvaje del arco minero, hasta el bloqueo de las reservas de oro del Banco Central de Venezuela bajo custodia del Banco de Inglaterra, por un tribunal comercial de la Alta Corte Londres.
En una decisión tomada luego de haber escuchado a las “dos juntas directivas del mismo Banco Central de Venezuela” según relata el diario El País de España (30/07/ 2022), se falló que las únicas autoridades legítimas para manejar los fondos son las nombradas por el “Gobierno interino” pero sin estar autorizado su equipo a disponer de los fondos. Te doy el palito, sin la chupeta.
En esta columna no usamos ni togas ni pelucas (¡Dios nos guarde!) y poco entendemos de intrincados asuntos jurídicos, pero nos late que algo no está muy bien encaminado, cuando el poder judicial de un país congela los fondos públicos que otro ha depositado en custodia en el Banco Central de ese país.
La medida no pareciera beneficiosa para la confianza institucional hoy tan acorralada por los populismos de todo signo. Por más que se haga en nombre de la democracia y la libertad, le chirrían y echan chispas los rieles institucionales.
¡Ojalá y se trate de una leve y pasajera fiebre del oro, esa calentura que tanto ha trastornado históricamente el buen juicio y el mejor comportamiento de tantas naciones en el pasado!