Soledad Morillo Belloso

La venezolanidad sentida en serio – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

La venezolanidad no se aprende, no se hereda por apellido, no se compra en bodegones ni se vende en discursos. Se tiene o no se tiene. Y cuando se tiene, se lleva como quien lleva un tambor en el pecho: suena cuando algo pasa aquí, retumba cuando alguien sufre, celebra cuando alguien resiste.

Es ese temblor íntimo que ocurre cuando el país duele, cuando el himno se escucha lejos y se convierte en eco secreto, cuando alguien dice “chamo” en un video posteado en Berlín y se te aguan los ojos. Es mirar el cerro, el mar, el llano, la calle rota, el cafecito colado en manga, y saber —sin que nadie te lo diga— que eso te pertenece, no por propiedad, sino por afecto.

La venezolanidad es barro y tambor, es papelón y sarcasmo, es contradicción y ternura. Es el caos que baila. Es la rabia que canta. Es la esperanza que no se rinde, que se cae y se levanta.  Es el país que vive en la gente, incluso cuando la gente vive lejos del país.

Puedes tener otra nacionalidad, otro idioma en la garganta, otro pasaporte en la cartera. Puedes vivir en Tokio, en Toronto, en Tenerife. Pero si en tu alma hay venezolanidad, entonces cada milímetro de este país te importa porque es tu piel. Cada cerro, cada mango maduro en la acera, cada niño que corre con los zapatos rotos, cada señora que vende empanadas con voz de bolero… todo te toca. Todo te duele. Todo te llama.

Porque la venezolanidad no se borra con distancia ni se enfría con tiempo. Es pertenencia sin condiciones. Es duelo sin frontera. Es alegría sin vergüenza. Es saber que este país es tuyo no por geografía, sino por memoria, por ritual, por dolor compartido.

Es el impulso de ayudar a un venezolano en cualquier parte del mundo como si fuera familia. Es llorar por lo que pasa aunque estés lejos, aunque estés bien, aunque estés rodeado de otra cultura, otro clima, otro ritmo. Es cocinar una hallaca en julio porque el alma lo pide. Es escuchar una tambora y sentir que los ancestros están bailando contigo.

La venezolanidad es ritual que no se aprende en libros: se hereda en cuentos, en refranes, en recetas, en silencios. Es la abuela que dice “Dios te bendiga” como quien lanza un conjuro protector. Es el tío que exagera las historias hasta convertirlas en epopeyas. Es el vecino que convierte la escasez en creatividad, la tristeza en chiste, el domingo en misa de sancocho.

Es también una herida abierta, sí. Pero una herida que se cura con memoria, con música, con humor, con amor. Porque aquí, hasta el dolor se cuenta con gracia. Hasta el duelo se acompaña con comida. Hasta la despedida se convierte en fiesta.

Sentir la venezolanidad en serio es entender que este país no es perfecto, pero es nuestro. No por bandera ni por frontera, sino por afecto. Es saber que, aunque todo cambie, hay cosas que no se negocian: el modo de saludar, el modo de compartir, el modo de resistir con alegría.

A la venezolanidad hay que  llevarla  como quien lleva un altar portátil. Como quien sabe que contarla es también cuidarla. Que nombrarla es invocarla. Que celebrarla es resistir. Porque la venezolanidad no se define: se vive. Se canta. Se cocina. Se escribe. Se siente. Es amor del bueno. Es levantarse todos los días, incluidos los domingos y fiestas de guardar y preguntarse qué voy a hacer hoy por Venezuela, no qué va a hacer ella por mí.

 

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