Las aberraciones sexuales del aparato de represión chavista - Tulio Hernández

Las aberraciones sexuales del aparato de represión chavista – Tulio Hernández

Publicado en: Tal Cual

Por: Tulio Hernández

Es una imagen dolorosa y ofensiva. Cuando un guardia nacional del Sebin, o un torturador del G2 cubano, entra omnipotente en una celda dispuesto a abusar sexualmente de otro hombre, de un preso de conciencia, mientras otros dos “guardianes de la revolución” sujetan a la víctima, sabe bien que su objetivo es quebrar moral y anímicamente a un activista político.

Es abuso sexual, violencia sexual, intimidación sexual y ultraje sexual. Las cuatro ofensas a la vez. Pero el objetivo del acto se resume en la palabra humillación. Porque en este caso el acto de violación no está planeado sólo para el goce personal del violador, sino que forma parte de una estrategia de demolición anímica y castigo ejemplar concebida por los laboratorios de guerra sicológica del régimen para lesionar moralmente a la víctima, aplastarle su estima, vulnerar su resistencia y fracturar la sique de los opositores. Se trata de humillar al Otro degradándolo sexualmente. Una aberración extrema.

En Venezuela sabíamos bien que la humillación sexual era una práctica común entre las tantas tecnologías de aniquilación moral utilizadas por el chavismo. Entre otras razones, lo sabíamos por el ruido estremecedor que lograron generarlos testimonios de la jueza María Lourdes Afiuni. Una de las tantas mujeres privadas de libertad, y castigada sin piedad ni pudor, por órdenes personales del teniente coronel Hugo Chávez.

La jueza, que hasta el momento había sido obediente con el régimen, desafió la ira de los dioses rojos al dejar en libertad –todo indica que ateniéndose a las leyes–, a Eligio Cedeño, un empresario de oscuro pedigrí, enemigo personal del Comandante Eterno. Apenas Afiuni firmó la orden de excarcelación, de inmediato, sin juicio ni averiguación previa, fue buscada en su casa y llevada a la cárcel.

No había terminado de acomodarse en su celda cuando comenzaron los abusos: aislamiento, golpizas, amenazas de muerte y, por supuesto, todas las variantes de la violencia sexual. Tan intensas que, tal y como lo narra el periodista Francisco Olivares en su libro La presa del comandante (La hoja del norte, 2013), la señora Afiuni tuvo que ser sometida de urgencia a una histerectomía y reconstrucción de sus órganos sexuales, vejiga y uno de sus senos, necrosado a causa de la patada propinada por uno de los custodios con su bota militar.

Tan grande era el sufrimiento de esta víctima que el propio Noam Chomsky, el gran lingüista de Harvard, otro enamorado solo de la “revolución bonita”, escribió una carta a Hugo Chávez, de su puño y letra, implorándole clemencia.

No fue el único escándalo de abusos sexuales. En febrero de 2014 se hizo pública la denuncia de otro ultraje cometido, esta vez contra Juan Manuel Carrasco, preso político a quien, según los denunciantes, entre otras torturas se le introdujo por el recto el cañón de un fusil para obligarlo a confesar ser parte de un plan de magnicidio.

Fue tan grande el escándalo que la Fiscal General de la Nación de entonces, Luisa Ortega Díaz, en el presente asilada en Bogotá, perseguida por Nicolás Maduro, tuvo que salir a defender públicamente a los cuerpos de seguridad. La Fiscal, disciplinadamente, desde un estudio de televisión, en horario infantil, mostró a las cámaras un fusil intentando demostrar que su cañón era muy largo como para introducírselo a alguien por el recto, que es muy corto.

Luego preguntó a los periodistas –la escena está recogida en mi libro Una nación a la deriva (Libros de El Nacional, 2017) – algo así como: “¿Ustedes creen que una persona a la que se le haya introducido la punta de un fusil (sic) puede sentarse en una audiencia de presentación como lo hizo Carrasco sin mostrar molestias?”.

Hasta aquel momento, sin embargo, muchos creíamos que estos actos lascivos eran excepcionales. Quizás caprichos del presidente Chávez cuando la ira le sacaba a flote su monstruo interior. O, tal vez, iniciativa individual de algún asesor iraní pervertido. Pero nos equivocábamos.

Porque ahora, gracias al Informe de la Misión Internacional Independiente sobre Derechos Humanos en Venezuela –nombrada por la ONU, presidida por Marta Valiñas, la misma persona que condujo los informes sobre la desaparición de 47 estudiantes en México– sabemos que no.

Que la violencia sexual era, y es, una práctica no solo frecuente sino sistemática. De Estado. Y que, junto a las ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, asesinatos en prisión y torturas, forma parte de los 233 casos sólidamente documentados por investigación que ha concluido declarando a los jerarcas del régimen –Maduro del Ejecutivo; Cabello, del falso parlamento; Padrino, ministro de Defensa; y Reverol, ministro del Interior– criminales de lesa humanidad.

Las perversiones sexuales usadas como arma política por el chavismo no tienen, diría un creyente, perdón de Dios. Pero tampoco de la Justicia Internacional que las condena severamente. El propio Informe lo advierte: “Los actos de violencia sexual, incluida la violación, tanto contra hombres como contra mujeres, están prohibidos como tales por el derecho venezolano y por el derecho penal internacional.

Cuando se cometen como parte de un ataque generalizado o sistemático, pueden constituir uno o más de los crímenes de lesa humanidad enumerados en el artículo 7 del Estatuto de Roma”.

En el Informe se documentan “violaciones”, “amenazas de violación”, “contacto con partes del cuerpo de carácter sexual”, “actos de violencia dirigidos a los genitales”, “amenazas de mutilación genital”, “desnudez forzada”, “ser obligado a presenciar actos de violencia sexual contra otras personas”.

De primera mano, conozco el testimonio de un joven –casi un adolescente– activista político de la resistencia democrática que, allá por el año 2012, mientras Chávez agonizaba en La Habana, fue obligado a presenciar la violación de su novia, llevada a la prisión solo para la escenificación del estupro.

Dos guardias nacionales le mantenían la cabeza fija para que no dejara de ver, y una mujer le sujetó las manos para evitar que se tapara los oídos. Cuando ya creían que todo había terminado, y el violador –un oficial cincuentón– se relamía de gusto, los roles cambiaron: a ella la obligaron a ver y escuchar mientras otro guardia de relevo violaba a su novio.

Son recuerdos que forman parte no solo del Informe de la Comisión Independiente, presentado el pasado 23 de septiembre a la Asamblea General de la ONU, sino del legado de sufrimiento colectivo que nos dejó Hugo Chávez.

Heridas con las que, por largos años –igual que los colombianos víctimas de la violencia paramilitar, estatal, narcotraficante y guerrillera–, cargaremos dolorosamente a cuestas. De las cuales trataremos de curarnos y ojalá lo logremos, para hallar la paz que, estoy seguro, los violadores rojos no encontrarán nunca.

Porque, como dice la poeta rumana Ana Blandiana, cuando la justicia aún no existe, la memoria se convierte en una forma de la justicia.

 

 

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