Los fanáticos de siempre – Mibelis Acevedo Donís

Por: Mibelis Acevedo Donís

Una remozada tarasca -vengativa, destructora, ciega, presta a arrasar con todo rastro de moderación que aviste en el camino- recorre Venezuela. La Asamblea Nacional Constituyente sirvió de impuro fuelle, surtió el efecto de la vivificante bocanada de aire cuando más asfixiada estaba la revolución bolivariana. No importa cuán ilegal resultase su habilitación, los constituyentes -fieles a la media receta de oponer pura negación a la afirmación, sin que ello jamás derive en cambio sustancial o evolución- han asumido la “tarea histórica” de coronar el mandado que dejó pendiente su comandante eterno: pulverizar los últimos despojos del “Ancien régime” para insistir en la cansina promesa de profundización del socialismo del s.XXI, locus de su singular “República de la virtud”. (Toda una ironía si comparada con los primeros ardores de los revolucionarios franceses del s.XVIII, por cierto, para quienes ese “salto hacia adelante” suponía el fin del rezago impuesto por el absolutismo, los tiempos de ese rey ungido por derecho divino que sólo rendía cuentas a sí mismo; en nuestra exótica revolutio tales pujos parecen anunciar el proceso inverso, un “Nouveau régime” que lejos de aportar progreso deviene tenebroso rescate de los modos de viejos despotismos).

En ausencia de ese factor equilibrante, plural, nacido del intercambio agonista en la polis, la avidez del fanatismo se vuelve incontenible. Libres del árbitro imparcial, de las ascendencias de instituciones independientes, y espoleados por el ala más dogmática del poder, los demonios se han desatado: como suele ocurrir cuando las almas se vuelven botín de la ideología, difícilmente se divisa en la ANC conciencia de individualidad, sino la aquiescencia propia de la secta. Así se calcó el experimento no sólo de la constituyente corporativa hecha a la medida de las apetencias del fascismo de Mussolini, sino aquél que evoca el carácter dictatorial y represivo del “Comité del Salvación Pública” que en 1793, conducido por Robespierre y sus jacobinos, se instaló en Francia para “purgar” al país del germen de la contrarrevolución. Bajo el imperio del Terror que prosperó bajo la filuda sombra de la guillotina, el todopoderoso Comité acabó descabezando a cada potencial enemigo, desde moderados girondinos a exagerés hebertistas. Nadie se libró de la sospecha. Era la angurrienta revolución, devorando lasciva y sin reparos incluso a sus saludables hijos.

Empujada por ese canibalizador brío de los inquisidores, ahora la conseja común entre oficialistas es “La constituyente debería…”, como si en efecto el presunto poder “supraconstitucional” de ésta la facultase para zanjar de la forma más expedita y arbitraria todos los disparates acumulados durante casi dos décadas de extravío. El moralismo político, ese “fuego purificador” que a duras penas contuvo nuestra magullada democracia, se cierne sobre la sociedad entera. No es raro, pues, que empiece a cobrar cuerpo en una serie de perturbadoras propuestas, disparadas desde los frentes más variopintos: “la ULA y UCV son criaderos de jóvenes terroristas. La Constituyente debería eliminar la autonomía universitaria”; “La Constituyente debería meter presos a Borges y Guevara por traición a la Patria”, “revocar la nacionalidad a líderes de oposición por promover una invasión en el país” o “expropiar a Polar por esconder la arepa del venezolano”; “La ANC debería abrir una averiguación a los medios que instigaron al odio y linchamiento de venezolanos en las guarimbas de 2017; “cárcel YA”; “La ANC debería hacer leyes para restringir mensajes, juegos, música, videos que vayan en contra de los valores familiares”; “Mi propuesta a la ANC: médico que trabaje en clínica privada no debería trabajar en hospitales públicos”… y así. La revolución manosea nuevamente su apretado “banco de odios” para, en nombre de una turbia justicia, pertrechar a la Constituyente con súbitas atribuciones: las de legislador, “centro y juez”, fiscal y confesor, carcelero y verdugo de quien ose desafiar los ideales revolucionarios.

Por eso atrevimientos tan distantes a los de escribir una nueva Carta Magna y más próximos al afán de atornillar un gobierno de Asamblea, como exigir constancia de “buena conducta” a candidatos opositores (suerte de marca con hierro candente destinada al hereje) o impulsar una biliosa “Ley contra el odio”. Son los fanáticos de siempre, peritos en el arte de destazar al enemigo y robarle su humana condición, quienes creyendo tener la sartén por el mango hacen y deshacen mientras invocan una incierta salvación de la Patria.

Entretanto, la crisis avanza: he allí el tornado que se elude, uno que es imposible atajar a punta de prohibiciones. Surgen, de paso, voces incómodas en el seno de la ANC, reclamando, por ejemplo, “sectarismos”… ¡Ah! Incluso a Robespierre le llegó su Termidor: ¿será que la suerte de estos recalcitrantes ensayos de intolerancia institucionalizada es acabar desflecados por sus hinchas, para desgracia de sus ofuscados progenitores?

 

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