Por: Sergio Dahbar
Nunca sabemos donde respira un halo de luz que ilumine lo que vivimos a diario, lo que sentimos frente a la realidad, lo que ocurre alrededor de nosotros y nos desconcierta. Me acaba de suceder al leer al afgano Atiq Rahimi, exilado en Francia, donde se convirtió en escritor, cineasta y fotógrafo.
Hijo de una familia acomodada (su padre fue gobernador en los años de la monarquía), estudió primero en el liceo Francés de Kabul y luego literatura en la Universidad. Eran tiempos diferentes, cuando la mujer tenía otro lugar dentro de la sociedad.
Primero llegaron los soviéticos y después los talibanes, y el país se fue por el despeñadero. Rahimi escapó a Paquistán en 1984. Desde allí solicitó asilo en Francia. En La Sorbona estudió comunicación audiovisual.
Rahimi publicó recientemente Maldito sea Dostoievski, traducido al español por Siruela, sello que publicó sus libros anteriores. Bajo la influencia del autor de Crimen y castigo, y la impronta literaria de Rashkólnicov, su héroe torturado, Rahimi construye una figura trágica contemporánea, Rasul.
Como Rashkólnicov, Rasul comete un crimen. En el caso del afgano, desea castigar a una anciana por el destino al que ha condenado a su novia Sufia. El crimen le permitirá también robar dinero para su propia familia y la de su prometida.
Pero Rasul mata el tigre y no puede con la piel. Los remordimientos lo acosan. Su paradoja es curiosa: lo asaltan los demonios de la culpa, pero comprende también que no es casual que sus actos ocurran en el contexto de una guerra civil, cuando todos los valores parecen desvanecerse.
Rasul asume su destino y quiere entregarse a la policía para que lo enjuicien. Desea pagar su culpa. Lo curioso es que nadie está interesado en su caso. Es complicado castigar a una persona, cuando todos son culpables de alguna manera de lo que le ocurre a un país. Para procesarlo habría que juzgar a la nación entera.
Atiq Rahimi es un caso singular en la cultura. Escribe novelas y tiene éxito. La piedra de la paciencia, que es una pieza excepcional, obtuvo el reconocido Premio Goncourt en Francia.
Pero no solo las piensa, las trabaja y las publica, sino que después las convierte en películas. Así hizo con La piedra de la paciencia. Una amiga poeta de 25 años, Nadia Anjuman, fue asesinada por su marido. A ella le dedicó su libro. Como una forma de protestar por un acto irracional.
«Los caminos de la violencia y sus efectos en la historia de mi país de origen son indescifrables. El marido de Nadia no era ningún talibán, sino un hombre culto y educado, alguien que había aceptado que ella acudiera a reuniones literarias con hombres y mujeres. Pero un día, la madre de Nadia fue a ver al marido y le dijo: ‘Nosotros te la hemos entregado ¿y tú le dejas arrastrarse de esa forma por las calles? ¡Vergüenza para ti!’. Y le exigió que la encerrara. Pero él la mató’’.
Le preocupa el destino del ser humano. Piensa que hay circunstancias específicas para desencadenar ciertas situaciones violentas. Recuerda a Zidane. Se pregunta que qué dramaturgo hubiera imaginado una realidad como la suya, cuando de ser un hombre pacífico se dio vuelta y le metió un cabezazo a su rival. Si se escribe, no se cree.
Como siempre la realidad está por encima de la ficción. Y lo que le llama la atención a Rahimi son esas experiencias que sacan a pasear a la bestia que tienen los hombres adentro. “De eso habló Shakespeare hace mucho tiempo’’.
Rahimi le otorga notable importancia la sexo en obra. Es un tema que no pasa desapercibido en La piedra de la paciencia, porque define la relación entre el hombre y la mujer de la historia.
Sabe que el lenguaje tiene doble filo, como buen profesor de literatura que devino en escritor. «Es facilísimo follar, dificilísimo hacer el amor, facilísimo disparar y dificilísimo besar, por eso hay tantas violaciones en las guerras: cuando el deseo amoroso no puede expresarse, surge la violencia. No es casualidad que el fusil tenga esa forma fálica, ni que tirar tenga ese doble significado de disparar y de tirarse a alguien».
Vale la pena leer a Rahimi. Sus libros nos confrontan con asuntos milenarios, como el prejuicio de los hombres contra las mujeres o la complejidad de la culpa en tiempos de crisis. En un intelectual que siente la necesidad de preguntarse dónde se encuentra la frontera entre el bien y el mal. Quizás porque sabe -como Rasul- que a partir de cierto momento todos somos culpables.