Por: Asdrúbal Aguiar
Nadie duda que, a partir de 1989 y en coincidencia con el «quiebre epocal» en Occidente, por efecto reflejo se advierte en Venezuela el agotamiento del modelo político de democracia civil de partidos instaurado en 1959. Treinta años, casualmente, fue el mismo tiempo que le toma a la gloriosa generación de 1928 empujar el tren de la historia hasta la caída de Marcos Pérez Jiménez. Se trató entonces de un momento fundacional o constitucional en el que se adopta la decisión colectiva de conjurar la fatalidad del gendarme necesario, emergida tras la caída de la Primera República en 1812.
El Congreso electo en diciembre de 1958 se transforma, así, en sede constituyente, de la que nace la Constitución de 1961 suscrita por la totalidad de las fuerzas políticas representadas en el mismo y encontrándose, dentro de estas, parlamentarios que luego la demonizan para imponernos otra, sesgada, unilateral, carente de legitimidad popular, a saber, la Bolivariana de 1999. Y no exagero al afirmarlo. El nombre de José Vicente Rangel es paradigmático.
Salvo los afectos a la dictadura militar reinante el país entero entendió el momento constituyente, alimentado por el espíritu del 23 de enero. No por azar, en democracia, bajo su pugnacidad política inherente, sin mediar un espíritu autoritario al haber quedado atrás el sino fatal del cesarismo bolivariano, duro cuatro décadas la Constitución como expresión de la conciencia nacional. Y es que bien lo dice András Sajó, profesor en Budapest, que “uno de los inconvenientes de una constitución que surge sin el beneplácito de un momento constitucional es que no contribuye a un sentido de unión, o a la formación de identidad, entre los miembros de la sociedad a la que se aplica”.
De modo que, la formal y vigente pero hoy desmaterializada allí permanece sólo como papel y aporía, testimonio de un régimen que a diario legaliza la ilegalidad y hace de la mentira la fisiología de su poder despótico. Pues si bien es cierto que a partir de 1989 emerge entre los venezolanos otro momento fundacional, que así le llaman como fenómeno excepcional Richard Albert, Menaka Guruswamy y otros de sus colegas al teorizar desde la perspectiva constitucional, Hugo Chávez y sus compañeros del 4F lo secuestran en 1999, para que su minoría pudiese imponérsele a la mayoría de los venezolanos. Al pueblo lo meten a la fuerza dentro del corsé de un orden constitucional que otra vez – desbordando incluso los parámetros históricos conocidos a lo largo de los siglos XIX y XX – reinstala a la dictadura constitucional y su degeneración despótica.
Al decir lo anterior remito a las páginas de mi Revisión Crítica de la Constitución Bolivariana editada el año 2000 al apenas publicarse con las enmiendas que se le hicieran fuera de la Asamblea Constituyente y de manos del propio Chávez ante de insertarla en la Gaceta Oficial. La vota en referéndum sólo un 44% de los electores, confirmándose así el trastocamiento del momento constituyente como expresión de la integralidad de la nación.
Pues bien, pulverizada la república durante los últimos 25 años, invadido el territorio nacional por fuerzas extranjeras y grupos criminales que coexisten dentro de este y usan de la franquicia del Estado y a sus escribanos para asegurarse la impunidad, y al haberse fracturado a la misma nación tras la emigración forzada de casi 8.8 millones de venezolanos, a contravía de esa deconstrucción trágica emerge con fuerza telúrica e inédita un nuevo momento constituyente en Venezuela.
La mayoría más que determinante, léase una mayoría aplastante de los venezolanos, esquilmados, maltratados, vejados, humillados, abandonados, huérfanos y burlados, sea por un régimen despótico atrincherado tras el Tren de Aragua – que es su mascarón de proa internacional –, sea por la excrecencia de la desviación política representada en los «alacranes», a partir del dolor compartido aquella resucita como nación y ha recuperado su conciencia como tal.
Han perdido los venezolanos el miedo al desafuero poniéndole rostro visible, el de Nicolás Maduro Moros. Sin haber llegado al 28 de julio, han cambiado el rumbo de Venezuela y lo están asumiendo, ahora sí, de forma protagónica. María Corina Machado y Edmundo González son los intérpretes de ese nuevo estado de cosas, en avance y resiliente, y habrán de gobernar desde dentro o desde fuera de los palacios oficiales obedeciendo a ese claro momento fundacional.
Querer el régimen secuestrarlo como ocurriera a partir de 1999 ante la abulia de un sistema de partidos que, al término, concluyo vuelto franquicias disponibles y al detal, sería una estupidez suicida. El fenómeno de insurgencia pacífica y popular sin precedentes y en marcha, en modo algo es conjugable con las categorías políticas y de poder conocidas ni sujetable – se está demostrando – con la fuerza policial o militar. Si cabe el paralelo, viene ocurriendo en esta posmodernidad de lo venezolano la ruptura que se da durante la génesis de la división de poderes en el mundo occidental, cuando el cristianismo le tuerce la mano a la política imperial hecha teología.
Lo único cierto es que la entelequia del Poder Popular que, a contrapelo de su propio engendro constitucional de 1999, quiso imponer Chávez Frías una vez como se aproxima de manera definitiva a La Habana y al perder toda confianza en la Fuerza Armada, es un cascarón vacío; es otra aporía más, es decir, es un poder comunal y popular sin pueblo, imposible ya de llenarlo artificialmente y mediante el uso de la represión.
Pérez Jiménez arreció con su violencia en 1957 al verse cercado y perdido, luego de haber impuesto el fraude de su plebiscito. Desatendió el pedido de corrección que le hiciese el Estado Mayor General y su cabeza, el general Rómulo Fernández, a la sazón su compadre. Lo frenaron en seco el pueblo y sus propios compañeros de armas, convencidos de que era llegado otro momento constitucional. Tuvo tiempo de huir por La Carlota, antes de que sus miles de víctimas se lo impidiesen.