Muerte y entierro del Ejército Libertador - Elías Pino Iturrieta

Muerte y entierro del Ejército Libertador – Elías Pino Iturrieta

«¿Algún miembro del ejército le dijo a Chávez que se pasó de la raya con la estrafalaria pretensión? Ninguno, que se sepa, pero tampoco la mayoría de las figuras de pluma y papel que escriben para el público»

Publicado en: La Gran Aldea

Por: Elías Pino Iturrieta

Como el factor militar ha sido fundamental en la evolución de la sociedad venezolana desde el período de la Independencia, los análisis sobre su influencia nunca están de sobra. Hoy se intentará una reflexión sobre la desaparición de los hombres de armas que ganaron la guerra contra el imperio español, simplemente para tratar de que el lector se convenza de que pasaron al cementerio cuando les llegó la hora, sin posibilidad de resucitar.

La referencia a una defunción sobre la cual nadie en sus cabales dudaría a estas alturas, se debe al hecho de que vivimos en Venezuela, cuyas cúpulas se empeñaron en asegurar la permanencia de unas hazañas que cualquier comunidad sensata señalaría como asunto yerto y tieso. Sin embargo, aquí nos especializamos en este caso en el uso de una respiración auxiliada, capaz de reanimar el organismo de los adalides de la dorada guerra para que continúen viviendo entre nosotros. No solo por lo que escribió  el poeta Eduardo Blanco en el siglo XIX sobre Venezuela heroica, una historia como la de tirios y troyanos llamada a permanecer a través del tiempo pese a las estrambóticas exageraciones de quien la redactó. También porque, como fue comandado por Bolívar y a él le hemos concedido el don de la inmortalidad, o más bien de la divinidad, no hay manera de culminar unas exequias castrenses que hacen tanta falta.

El más recientemente empeñado en asegurar que el Ejército Libertador seguía campante entre nosotros fue el teniente coronel Chávez, quien proclamó a los hombres de armas de nuestros días como descendientes legítimos de una misma fuerza y de una misma pureza. Así las cosas, el mismo se metía en la historia. Venía  a ser el un continuador de los trabajos de la Independencia y, para completar, el sucesor del Libertador. Adecuadísimo, en la medida en que aquí no sorprende a nadie la presencia de Bolívar ni que los chafarotes de turno se presenten como sus hijos. ¿Algún miembro del ejército le dijo a Chávez que se pasó de la raya con la estrafalaria pretensión? Ninguno, que se sepa, pero tampoco la mayoría de las figuras de pluma y papel que escriben para el público. Tal vez sintieran que no valía la pena gastar pólvora en zamuros, por tratarse de un asunto corriente en el sopor de las rutinas que a nadie le quita el sueño.

Por eso Chávez no los vio en el empíreo que aspiraba, se supone. Murió jurando que seguían en la tierra haciendo proezas en las que había colaborado, pero en realidad deben estar, si no en el averno, en los recónditos espacios que merecen por la traición a los ideales que pregonaron en sus horas más festinadas. Esa traición tiene fecha precisa: 1835, cuando cometieron el atroz delito de levantarse en armas contra el primer mandatario civil que el pueblo eligió. Por si no lo recuerdan los amigos lectores, figuras eminentes de la cercanía del Padre de la Patria, como Briceño Méndez, los Ibarra  y Perú de La Croix, comandados por Mariño y secundados por el mayor y más taimado de los Monagas, echaron al médico José María Vargas del poder porque sus colegas y copartidarios de mente moderna  habían eliminado el fuero militar. Pretendían  reinar de nuevo en las alturas por tiempo indefinido y con todos los privilegios antiguos, desde luego.

Francisco Javier Yanes, un notable ensayista de la época, aseguró que la felonía iniciaba una carrera de largo alcance en la historia de Venezuela, susceptible de llenar de baldones la evolución de la república; y Tomás Lander, el liberal más celebrado de aquellos tiempos, lamentó el nacimiento de un feudalismo militar que no se acabaría  fácilmente. El domador de los delincuentes uniformados fue el oficial más famoso y valiente  del momento, José Antonio Páez, quien les puso freno sin obligarlos a pagar la condena pesada y justa que merecía su delito. No solo hizo tratos con ellos, de espaldas al presidente legítimo, sino que también escogió a don José Tadeo como primer magistrado cuando las turbulencias le movieron el piso. Adiós junines, adiós ayacuchos y carabobos, adiós angosturas y ocañas, adiós ideas dignas de memoria, adiós legalidad y civilismo, cambiados por refriegas civiles, por mediocridad y por negocios abominables.

De lo cual se deduce que hasta data exacta de la desaparición del Ejército Libertador tenemos, pese a que muchos lo ven todavía metido en los cuarteles, en faenas políticas, en tribunas, en desfiles pomposos  o en  negocios inapropiados para héroes. El alzamiento contra Vargas y las paces fabricadas por Páez, fueron las paletadas de tierra que se echaron sobre su sepulcro, o que ellos mismos echaron, aunque  sean pocos los que  se  han enterado de unas exequias fundamentales.

 

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