Hay cosas en la vida que nos llegan a lo más hondo. Que nos generan un estremecimiento tal que nos recuerdan que o somos humanos o no somos. Poco importa si usted conoció o no a Fernando Albán, si fue su compañero, vecino, familiar o amigo, o si estuvo en la acera política de enfrente y hasta lo adversó. Si su muerte no le timbró, horrorizó, escandalizó, si no sintió que un corrientazo le recorrió el espinazo, que la boca se le secó de golpe, que el corazón comenzó a palpitarle sin compás, que las manos se le empaparon de un sudor helado, haga un alto, párese frente al espejo y pregúntese cómo fue que usted se convirtió en una ameba.
Nos hemos convertido en una nación en la que el hedor de la más procaz injusticia ha contaminado todo el aire que respiramos. No sirve que usted pretenda simular evasión. No puede usted fingir indiferencia. No puede eludir la podredumbre. Ella ha penetrado el cuerpo social, manchado la epidermis y enfermado la dermis. El daño llega hasta la última célula.
No se trata ya de plantear escenarios, o de largas sesiones de análisis en tanques de pensamiento dentro o fuera de nuestras fronteras físicas. Porque cuando el crimen es la piedra angular del ser y quehacer de un régimen, la sociedad se convierte en prisionera y víctima y pierde toda capacidad de ciudadanía.
El aberrante y uno diría hasta grotesco silencio de los más altos funcionarios del gobierno sobre el «caso Albán» es la segunda muerte de Fernando y una vejación a todos los que aún estamos vivos. Sí, que todavía respiramos, pero que tenemos asignado un número en una lista identificada como «el próximo». Murió Fernando. Y salvo las declaraciones de Saab y Reverol, contradictorias y que se anulan entre sí, el gobierno nos abofetea con un silencio vertebrado, denso, sólido. Ese silencio de Miraflores dice mucho. Dice que aquí nadie está a salvo, entiéndase bien, nadie. Que aquí nadie tiene derechos, que nos hemos convertido en una nación profundamente incivilizada.
Murió Fernando, por causas nada naturales. Le tocó a él. Mañana puede ser cualquiera. Cualquiera que estorbe. Un colega con experiencia en cobertura periodística de las fuentes policiales (yo no la tengo), me apunta que en los «antros de esbirros» se usa el término «jugar». Sí, los esbirros juegan con los detenidos. Los muelen a golpes, les encienden luces incandescentes por horas o los meten en huecos totalmente obscuros, los encierran a temperaturas gélidas o en «gavetas» sin aire. Los «limpian» con chorros de agua helada. Juegan pues los esbirros. Lo que me cuenta mi colega eriza la piel. Parecen párrafos de una novela de terror.
Murió Fernando. Y con ello morimos todos un poco. Y qué bueno que nos sacuda, que nos duela como herida en lo más intimo, que nos genere náusea y también miedo. Porque eso significa que somos humanos. Que nos negamos a convertirnos en amebas.
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