No somos salvajes – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Mibelis Acevedo Donís

Sobre la vulnerable condición de la democracia y sus enemigos íntimos, William Golding hace un trágico recordatorio en su obra “El señor de las moscas”. Allí, un puñado de niños, un variopinto grupo de náufragos sin supervisión de adultos lidia con sus miedos y debilidades para sobrevivir como incipiente comunidad en una isla. El sentido común los lleva a escoger a un líder por mayoría y a adoptar, asimismo, acuerdos mínimos, reglas que les permitan coexistir e interactuar, que eviten que la sombra de la irracionalidad, el “demonio escondido” los devore. “Después de todo, no somos salvajes”. La libertad emerge entonces como un bien precioso, pero que toca administrar con mesura y responsabilidad. 

Así logran funcionar por un tiempo, contenidos por el toque de la caracola y los mecanismos de la improvisada asamblea; toreando la embestida autoritaria de la legión de los “cazadores”, el ejército comandado por Jack, un muchacho obsesionado con ser “el jefe”. Pero la anarquía llega junto con la pérdida de la esperanza de ser rescatados, la promesa que antes dio credibilidad al liderazgo de Ralph. La revuelta cobra cuerpo, la idea de que sólo a través de la violencia y la fuerza es posible mantener la cohesión de lo que ha devenido en tribu. Es el mal que salta a la yugular, que tiraniza, más cuando las convicciones democráticas de las sociedades no son tan robustas como para distinguir y cortar el paso a la irrupción de la bestia. 

La historia y su cruda alegoría son especialmente relevantes para Venezuela, en momentos en que tanto se especula acerca de la posibilidad de una transición hacia la democracia. Una meta, claro está, a la que no falta el fuelle de un imaginario que prosperó en las candelas truncas del octubrismo y que, una vez madurado, dio buen piso a la biografía de los 40 años de democracia civil, al ethos que cultivado entre glorias y bandazos hoy casi luce lejano y vaporoso. Aferrados al propósito de conjurar la regresión autoritaria que tanta rotura nos ha causado -y no hablamos sólo de la escabechina evidente, sino de la pérdida de valores, la degradación de la más básica dinámica de intercambio- el ideal democrático sigue apareciendo como vital punto de llegada. De arribar allí, finalmente, ¿qué nos garantizaría obtener resultados sostenibles? ¿Qué nos salvará de recaer en la atávica celada del despotismo? 

“Cuando llegue ese puente, lo cruzaremos”, dirán algunos, los mareados quizás por el sofisma de que los medios no condicionan los fines, los seducidos por la falacia de que la diferenciación existencial respecto al adversario no hará mayor peso en una etapa signada por un utilitarismo desligado de la ética, fase en la que “vale todo”. Pero lo cierto es que observar las reglas de la política es crucial para evitar hundirse de nuevo en el tremedal de la autofagia. Así que no está de más revisar desde ya cuán comunes son nuestras convicciones y prácticas democráticas; detectar, por ejemplo, si la deliberación que exige la búsqueda de una verdad común es ejercicio regular hacia lo interno de organizaciones como los partidos políticos. Si se admite plenamente que sólo los acuerdos amplios, explícitos, verificados y basados en la confianza son los que asegurarán la gobernabilidad, una vez se encuentre una fórmula para zanjar la crisis. Si a ese ethos igualitario y plural en términos de reconocimiento y participación en los asuntos públicos, se ancla la noción de una autonomía signada por la mutua limitación: la que ejerce la comunidad sobre la voluntad del individuo y la que los asuntos privados del ciudadano oponen al colectivo, como indica Todorov.

Sin esa “infraestructura de microdemocracias que sirven de base a la macrodemocracia de conjunto” (Sartori dixit) el ideal democrático boquea. De allí la importancia de enfocarse en la creación-rescate-reforzamiento de una cultura política que por interrumpida y boicoteada de todas las formas posibles, prácticamente se ha borrado de nuestros referentes. Tal cultura exige de los ciudadanos que piensen y se comporten como demócratas, que “se crean” la democracia, en fin; que entiendan que no es una opción pasarle por encima, pues saben que el poder que ayudan a gestar reside también en cada uno de ellos.

No basta con servirse de la dificultad que impone el contexto para esquivar lo que ya antes fue postergado por la urgencia; más si se asume que sin esas certidumbres, la bestia autoritaria no tardará en asomar su hocico, presta a lanzarnos sus detritus, a malograr el avance. Sí, el paisaje del recomienzo es casi tan fragoso como el que han enfrentado los jóvenes náufragos. Pero incluso nuestra propia historia brinda pistas para armar esa ofensiva contra la irracionalidad: allí está la lección de Puntofijo, allí la huella de actores serenados por el aprendizaje que dejaron los viejos errores, empujados por su afán de dotar de estabilidad, profundidad y efectividad a esa frágil criatura que estaba por nacer. Ah, es que después de todo, no somos salvajes

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