«La varilla está ruda», me escribe un estudiante universitario que me ha pedido que le corrija su trabajo de grado. No tiene él ni idea de cuándo será su fecha de presentación pero, sabiamente, ha decidido echarle pichón y tener su tesis lista «para cuando se pueda». El confirma mi teoría. Ni el Covid-19, ni los peores gobiernos, ni los más estúpidos liderazgos cabeza e’ ñame pueden triturar eso que los jóvenes tienen en la cabeza: la convicción de que hay un mañana y que ellos son el mañana.
Hago memoria. Recuerdo cuando yo tenía su edad y me quería comer el mundo a pedazos. Nunca fui de esos que despreciaba al país. Fui, como muchos, una venezolana con mentalidad global y local. Le veía defectos y errores a mi país, pero nunca me empeciné en frases o acciones destructivas y menos en la displicencia de los que se lavaban las manos. Quizás porque siempre he creído que hay que tener cuidado con las palabras, nunca mal usé mi habilidad con las letras porque bien sé que ellas, las palabras, tienen la (perversa) capacidad de hacer realidades. Así, en este asunto de escribir artículos de opinión y narrativas me he cuidado de tres cosas: primero, de no usar lenguaje farragoso y pegostoso sino, antes bien, hacer sentir a mis lectores que lo mío con ellos es una conversación como de café en una terraza; segundo, de dejar claro que como articulista soy alguien que piensa en público y en voz alta, con franqueza, y no pretendo dictar cátedra ni pontificar sobre nada, que los endiosados de medio pelo aburren a morir; y, tercero, de nunca jamás manipular en ningún modo.
La situación política, económica, social, laboral, comercial, industrial, productiva, sanitaria y psicológica en Venezuela parece un coso empacado al vacío y sin orilla por donde entrarle. Sobre los muchos y dantescos problemas y dolores que nos tienen ardidos se nos encaramó el Covid-19. Diría Antonio Cova (caray, cómo lo extraño) que no solo «éramos muchos y parió la abuela», sino que para acabarla de completar la doñita parió seis demonios. Lo que queda de país se nos está muriendo y, sin embargo, hay gente que encuentra tiempo para sumarse a una épica mofletuda y necia. Es lo que llamo la más vulgar y arrabalera nichería política, diseñada por gentecita de hablar rimbombante pero que más parece originada en lupanares. En horas montan «brollos» (en la acepción zuliana) y convierten el patio en un «pichaque». La palabra «pichaque», que es un venezolanismo, tiene dos acepciones: es una especie de guacamole y también es un charco de agua sucia.
La nueva clasificación socioeconómica en Venezuela se resume en: los que pueden costear el cumplir la cuarentena y los que no. A eso finalmente llegamos, así de trágico, así de miserable y patético.
A mí la Revolución me deshilachó los mejores años de mi vida. Pero aún me queda mucha tela. Y no, no me voy a rendir. Quizás, como digo, para la gente de mi generación ya sea tarde. No tenemos ya edad para ver a esa Venezuela nueva y tan diferente que se va a construir. Pero nos tiene que animar el inmenso amor que sentimos y esa luz que vemos en los ojos de nuestros jóvenes y niños, esos que no importa en qué parte del mundo estén siguen siendo nuestros, siguen siendo venezolanos.
Muchas veces estoy triste. No hago absolutamente nada para disimularlo. Yo no me maquillo la cara de alegría. Creo que esa tristeza que siento es una muestra de salud mental, de que a pesar de todos los horrores que he visto a lo largo de estos terribles años no me he convertido en una ameba. Lloro y me seco las lágrimas. Y sigo.
Y esa tesis de grado de un estudiante con la cabeza llena de sueños inteligentes puede más que todas las bobadas con patas de tanto charlatán decadente que no es sino un parásito comiendo de la desgracia.
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