Publicado en: El Universal
Incorporada como está a un contexto internacional sumamente complejo y fluctuante, y aun atenazada por sus muchos bretes internos, Venezuela no se libra de los pulsos y tendencias globales. La crisis del orden liberal internacional replantea paradigmas, invoca reacomodos e impugna principios y consensos vigentes en décadas previas, mismos que habilitaron los intercambios entre países y la creciente interdependencia económica. Se trata de un mundo sumido en una policrisis, como la calificó el Foro Económico Mundial, cuestionado por una realidad múltiple y difusa, que remite al influjo de nuevas amenazas contra los valores y capacidades de la democracia liberal propia de occidente; mundo en el que hoy encontramos mayor protagonismo de los regionalismos y órdenes internacionales yuxtapuestos. Esa dinámica sugiere el paso desde un sistema con mediaciones y reglas de juego válidas para muchos actores hacia un puerto todavía no definido; parto fatigoso donde “lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”, en el que “se verifican los fenómenos morbosos más variados”, según la célebre metáfora de Gramsci.
Las señas de tal alteración están allí, revelándose en todos los espacios. El fantasma de la guerra nuclear, “la destrucción mutuamente asegurada”, los ecos de la Guerra Fría que desató la invasión rusa a Ucrania; la expansión del ánimo belicista, al cual contribuye el conflicto Israel-Hamas, con consecuente recalentamiento de las tensiones en Medio Oriente, así como la potencial amenaza que China despliega sobre Taiwán. Por otro lado, los coletazos de la pandemia, crisis dentro de otra crisis; sus efectos no sólo en términos de reactivación del protagonismo de los Estados y la idea de las “fronteras fuertes”, sino de la vulnerabilidad de países signados por la interdependencia. La recesión económica, que se traduce en inflación, desestabilización, aumento de la desigualdad social, ampliación de la brecha entre países ricos y pobres, migración desbordada, perturbaciones que no en balde están marcando las agendas electorales en cada nación. A eso se suman otros debates: las consecuencias imprevisibles de la Cuarta Revolución industrial, el deterioro ambiental, las tensiones entre EE. UU y China como potencia emergente (relación también marcada por pragmáticas alianzas y los influjos sobre países no-alineados, incluida Venezuela) y la irrupción de los BRICS, en tanto potencial instrumento geopolítico. Pesan sobre todo las preocupaciones por el ingreso de nuevos actores y tendencias disruptivas en esa dinámica global; fuerzas regresivas como el aislacionismo y el antiglobalismo, el populismo autoritario, el ultranacionalismo como vector de movilización social, vehículos de discursos y comportamientos que cobran espesor incluso en democracias con instituciones consolidadas.
Evidentemente, no podemos separar dicho contexto de lo que pueda ocurrir tras el 28J. Si hablamos de potenciales cambios políticos, recordemos que ni siquiera la Venezuela de 1958 pudo desprenderse de lo que ocurría en ese gran escenario que la contenía, el del mundo bipolar. En medio del conflicto no sólo entre grandes potencias, sino entre dos proyectos radicalmente antagónicos de sociedad, la Guerra Fría sellaba también los énfasis de Puntofijo. La orientación de este gran acuerdo entre políticos surgidos de las filas de la generación del 28 y del 36 -políticos convencidos no sólo de que había que modernizar al país, sino que eso sólo ocurriría mediante la adopción de la democracia representativa y su férrea defensa bajo la fórmula de un gobierno de coalición- respondía a una coyuntura histórica inequívoca. Las amenazas internas y externas en tiempos en que la democracia aun no se extendía por la región como sistema político preferente, eran intensas y múltiples. En Venezuela, política y petróleo (1956) Betancourt las asocia con justicia a “fuerzas retrógradas”, las mismas que frustraron la experiencia democrática de los años 1945-48; y advertía que desactivarlas dependería de superar “la enconada discordia partidista”.
Entonces, era necesario conjurar los elementos desestabilizadores, el sectarismo, la intolerancia y el radicalismo ideológico que marcó a la AD del trienio. En medio de tales certezas, se toma la polémica decisión de excluir del Pacto al PCV pero sin privarlo de la posibilidad de participar mediante su acción política y sindical legal, siempre que se acogiera a las reglas democráticas. (En 1960, Betancourt aprovecha para romper abiertamente con el marxismo y consolidar su imagen de socio internacional confiable). El propio Pompeyo Márquez admitiría más tarde que aunque el discurso de Betancourt al inicio de su gobierno, la “manera agresiva cómo se volvió contra su partido” había resultado “fuera de lugar”, eso no justificaba “el tremendo error que se cometió al haber respondido a tales conductas gubernamentales con una línea insurreccional”, no haber estado claros en que “la evolución democrática del país era lo que convenía”. Una visión que contrasta rotundamente con la Leyenda Negra que el chavismo endosó a Puntofijo y a la democracia de consenso, por cierto -peyorativamente bautizada como “la última dictadura de élites”- y que aún respira agazapada en la memoria colectiva.
Lo último nos vincula con la preocupación actual. Cómo garantizar que, efectivamente y más allá del mito, haya evolución y retorno al redil democrático occidental, cuando el contexto está resultando tan hostil a estos regímenes. Ya la estrategia de “máxima presión” aplicada en 2019 exhibió su probada ineficacia en cuanto al objetivo de promover cambios políticos en Venezuela; de modo que el gobierno de Biden -alineado con una política de re-engagement que también busca alejar a la Venezuela de Maduro de la Rusia de Putin- se ha movido hacia otros terrenos, más proclives al compromiso bilateral que al estéril aislamiento. Incluso con sanciones que se mantienen, aquella tesis brutal de que el fin justifica los medios se ha ido desestimando de facto. Los gobiernos de Petro y Lula, por su parte, también han estado operando discreta pero eficazmente para lograr que, en medio de los vicios que sabemos, la elección del 28J contemple algunos elementos de competitividad, como la participación de la oposición PU y su candidato, González Urrutia. A pesar de los datos que arrojan encuestas de prestigio, sin embargo, la incertidumbre en torno a la respuesta del gobierno frente al paisaje de una costosa derrota, sigue presente. La persistencia de señales de intolerancia entre ciertos sectores de oposición, además, cierta resistencia manifestada en foros opináticos a propósito de la obligación de una negociación intensa, realista y prolongada entre adversarios para garantizar la gobernabilidad democrática post-elección, suma dudas al cálculo de esos escenarios.
El ascenso de tendencias autoritarias y proyectos iliberales en un orden desdibujado por el interregno global y sus síntomas mórbidos, como lo describía el catedrático José Antonio Sanahuja, constituye quizás uno de los signos más temibles de esta policrisis. La misma inestabilidad económica y la desigualdad que genera (la mayor amenaza para el sistema liberal, según 68% de los consultados para el Democracy Perception Index 2024, de Latana-Alliance of Democracies) han restado capacidad estatal y auctoritas a las democracias. La dependencia de estas últimas en relación a las autocracias se duplicó en los últimos 30 años (V-Dem Institute, 2023), haciendo que la idea de “eficiencia sin libertad” se vuelva atractiva para las sociedades exasperadas de nuestro tiempo. El equilibrio que pide la democracia no está de moda, un extravío que pudiese también contaminar al proceso político venezolano. Para salir airosos del propio interregno, entonces, hará falta una especial consciencia en relación a los viejos-nuevos errores, los riesgos y las ventanas de oportunidad por explorar; la capacidad para poner a la voluntad colectiva en sintonía con esa evolución que nos conviene, a fin de exorcizar tantos y tan múltiples rezagos.