Publicado en: El Universal
Con todo y la anomalía que rodea al proceso, lo que está ocurriendo en Venezuela a propósito de la elección del 28J brinda motivos no sólo para aprender a operar sobre el instante y desanudar los incesantes ovillos que cada día se presentan; sino para comprometernos a ir más allá. Por supuesto, en tanto “cadena de encrucijadas que permite optar entre alternativas y renovar la decisión sobre el curso del destino”, como bien apuntaba Carlos Raúl Hernández en “La democracia traicionada” (2005), la historia lleva a dirigentes y dirigidos a tomar decisiones sobre la marcha, a actuar en caliente y sobre un contexto siempre movedizo. La política no puede eludir esa teoría del riesgo, dice Raymond Aron, ese desafío tenaz que el hombre y la mujer de acción asumen al introducir hechos nuevos en la red del determinismo; más cuando es la incertidumbre institucional y la ausencia de reglas de juego claras lo que está dando carne a esa dinámica.
Eso no significa, sin embargo, que deba desatenderse la visión de mediano y largo plazo, conscientes de que las consecuencias de tales acciones marcarán dramáticamente los pulsos de lo que está por venir. De allí que aun inmersos, prácticamente engullidos por las demandas de este vertiginoso presente, delinear esa visión es también una obligación. Se trata de tomarse el tiempo para “pensar la democracia”, como decía Rómulo Betancourt en su afán por crear un Estado moderno e impersonal, y “realizando la unidad política, económica y moral de toda la Nación”. Metido también en las entretelas de la vorágine de su tiempo, decidiendo, agitando, proponiendo o actuando, hay que decir que ningún tema se le escapó a Betancourt a la hora de ir proyectando el porvenir democrático de Venezuela.
Tampoco falló entonces la convicción de que había que aprender de los errores del trienio, garantizando la existencia de una oposición tan vigorosa como leal al sistema. Tal vez eso explique por qué el aterrizaje en Puntofijo resultó menos traumático de lo que pudo haber sido cuando, una vez desactivado el perezjimenismo y digerida la euforia inicial, tocó enfrentarse al asunto concreto del poder. Esto es, la ineludible y peliaguda distribución de cuotas, el choque de intereses diversos, el establecimiento de normativas y procedimientos para la toma de decisiones. El pacto para dar respuesta al quién manda y quién obedece, pues, quién y cómo se ocupará temporalmente ese “espacio vacío” que Lefort atribuía al dispositivo simbólico propio de la democracia.
Ahora bien: es cierto que uno de los rasgos de las campañas electorales del siglo XXI es la cada vez más escasa atención que estas dedican a los programas de gobierno, rebajados a su vez por el protagonismo de la contigencia y la cultura de la sustitución, el desasosiego ciudadano, el descontento respecto al sistema. Todo esto coronado por la personalización de la política, el predominio de rasgos individuales sobre los idearios, la mayor visibilidad del líder político respecto a su partido; viejo-nuevo fenómeno que cobra impulso gracias a la revolución digital. Es evidente que la campaña electoral en Venezuela, aun marcada por una excepcionalidad ligada al contexto no-democrático (o, tal vez, precisamente por eso), no está exenta de tales aliños. Al contrario. A merced de narrativas que ubican el evento en una situación límite, el parteaguas que decidiría la continuidad del (fallido) proyecto bolivariano o la potencial inauguración del proyecto democrático liberal del siglo XXI venezolano, los recursos emocionales/motivacionales marcan la pauta. Lo cual es comprensible, si anticipamos lo que una eventual alternancia en el poder podría entrañar en nuestro caso, el dramático giro que afectaría la dinámica, orientaciones y configuración del elenco político que han prevalecido en estos 25 años.
De allí que las promesas más bien difusas sobre ese virtual giro, la sentimentalización proyectiva, la invocación discursiva a nociones gruesas como Libertad o Justicia, el foco en una identificación que elude lo puramente racional, ese vínculo afectivo con personas-figuras-arquetipos más que con planes que remitan a la acción/orientación concreta de un futuro gobierno, sea lo que hoy cope las expectativas del electorado. Las preocupaciones sobre el tipo de políticas públicas que encauzarían ese nuevo vínculo entre sociedad y Estado, entre gobernados y potenciales gobernantes, son más bien escasas. Lo llamativo es que ese énfasis en el qué, más que en el cómo, no sólo impregna una campaña opositora en donde, por razones obvias, esa narrativa del cambio calza y prospera con éxito. Ante la imposibilidad de exhibir gestión exitosa, la campaña oficialista reincide por su lado en la espectacularización de la política, la apelación al show mediático y una poco creíble “humanización” del poder. En las ofertas vaciadas de soluciones relevantes para paliar el descontento, pero salpicadas de referencias a las capacidades del “hombre fuerte”, único capaz de garantizar “orden y progreso”. No faltan allí avisos tan rimbombantes como vagos sobre “cambios de fondo” y adopción de reformas, un nuevo modelo económico (¿el chino? ¿el democrático-liberal?) que, “ahora sí”, garantizará “la recuperación plena”.
En efecto: podemos entender por qué el interés de los electores en un exhaustivo plan de gobierno y su inscripción en un ideario más o menos preciso, acaba licuándose en medio de la percepción de emergencia y excepcionalidad, de la desigual y ruda batalla por posicionar relatos más o menos convincentes. Hay que admitir, además, “que el concepto de Programa ha perdido su consistencia en un mundo dominado por la incertidumbre, en el que cotidianamente es preciso lidiar con crisis locales y acontecimientos internacionales”, como apunta Pierre Rosanvallon (y acá cabría incluir la policrisis global del orden liberal y sus paradójicos coletazos en Venezuela). La nueva relación con la urgencia, dice, junto con una mayor personalización de las confrontaciones, ha afectado esta capacidad de “proyección democrática”. Eso no significa que dichos lineamientos no hagan falta, ni que deba anularse la determinación del liderazgo para imaginar desde ya respuestas a la crisis mediante instrumentos de planeación de su gestión; o para aumentar y cualificar la participación de los ciudadanos, involucrados con propuestas que los hacen voz y ojos, ora corresponsables de su propio desarrollo, ora potenciales víctimas de una mala representación.
La aspiración quizás luce ambiciosa. Pero no es menos obligante en la medida en que también se inserta en otra prioridad: la de complejizar, la de pensar a fondo la democracia, la de alejarla de la noción schmittiana de la “democracia de aclamación” y conjurar la venenosa tentación de las refundaciones, la receta de los populismos, la falaz solución de las Constituyentes. En el mejor de los casos, lo saludable será ir a votar por alguien sabiéndolo representante de un proyecto democrático; conscientes de que, entre otras cosas, será el ejercicio impersonal del poder y la reconstrucción institucional de una mediación de la que nadie puede apropiarse, lo que podría marcar la diferencia.