Por: José Rafael Herrera
La filosofía moderna pudo consolidarse en el momento en el cual concibió la relación entre los hombres como una cruenta lucha por la conservación de la vida. De hecho, se trata de una interpretación que presupone la “natural” contraposición entre los individuos –comprendidos como átomos, separados los unos de los otros– y las estructuras políticas, en medio de la llamada concurrencia de los intereses. Semejante concepción atiende al nombre de “iusnaturalismo”. Diseño conceptual que terminó por convertirse, con el tiempo, en el fundamento mismo de las relaciones contractuales que sostienen la soberanía del Estado moderno.
Resultado del desgaste sufrido por el modelo filosófico y político precedente, que rigió las relaciones humanas durante la Antigüedad y buena parte de la Edad Media, la “lucha por la autoconservación” fue progresivamente ganando terreno, hasta convertirse en el indiscutible modelo “natural” que rige el comportamiento “racional” de las formas políticas, sociales y económicas. Y sin embargo, antes de su aparición –es decir, durante el extenso período que comienza con Aristóteles y termina con el Derecho natural cristiano– los hombres habían sido considerados no como individuos aislados entre sí, sino como seres sociales, cabe decir, como “Zoon Politikon”, según la definición hecha por el gran filósofo de la Antigüedad clásica. Solo en la comunidad, dentro de la cual conviven los individuos conscientemente, y por medio de ella, los hombres son capaces de conquistar su pleno desarrollo, de realizar sus méritos y de consolidar sus virtudes, más allá de las relaciones basadas en el mezquino interés, en el egoísmo utilitario, que parte del juego de las relaciones estrictamente mercantiles y, en última instancia, lucrativas.
Cristalizada la nueva perspectiva conceptual en el crisol de las nuevas rutas comerciales, la manufactura, la imprenta y la progresiva acumulación de capital, hasta convertirse en una sólida ideología de vida, acompañada además por nuevos códigos e instituciones, que justifican la compatibilidad del nuevo esquema, poniéndolo “a derecho”, y con la sucesiva consolidación de las ciudades comerciales, las instituciones públicas se vieron desbordadas, incapacitadas para proteger las “viejas” normas y costumbres. Las ahora vencidas “virtudes republicanas” dieron paso al desnudo interés individual y al “frío calculo egoísta”. Como señala Maquiavelo en El príncipe: “Los hombres, arrastrados por un deseo insaciable a nuevas estrategias de un comercio orientado al beneficio, recíprocamente conscientes del egoísmo de sus intereses, se enfrentan unos a otros, en una actitud ininterrumpida de atemorizada desconfianza”.
Solo cuenta el poder y la recíproca agresión que le es inmanente, como fundamento de la propia conservación, en esta “guerra de todos contra todos”, que transforma al –según Hobbes– “hombre en el lobo del hombre”. La desconfianza y el temor recíprocos como único modo de vida. La paz, bajo tales determinaciones, solo puede mantenerse en la tranquilidad de los sepulcros: “Paz a su alma”, rezan los obituarios. La paz detenida quimera y desiderátum, mero “deber ser”. Y el Estado, garante del “contrato”, se convierte en el aparato que administra la violencia, como resultado del cálculo instrumental de los intereses particulares, sea del signo político que sea. De nuevo, y en este contexto, la paz se traduce por “tregua”. El autoritarismo, en efecto, es la mordaza de la paz.
Superar la atomización social y vencer el egoísmo que sirve como “caldo de cultivo” para la confrontación de intereses y la violencia, es, quizá, la tarea más importante de nuestro tiempo. Ello no es posible sin la urgente introducción de toda una reforma moral e intelectual, capaz de construir una formación cultural y un nuevo “bloque histórico”, una nueva “filosofía de la unidad” y del reconocimiento, vital para la concreción de una sociedad auténticamente pacífica, tolerante y democrática. En una expresión, se trata de la consolidación de la auténtica cultura de paz.
Por encima de las presuposiciones de toda “condición natural” y de la ficción de una “naturaleza humana” violenta y agresora, la mirada retrospectiva de la historia devela –la “cura” heideggeriana– el hecho de que la superación del modo de vida actual se basa en la “educación estética de la humanidad” y no en la simple instrucción y capacitación propias de la “ratio técnica”. El compromiso consiste en crear una cultura para la civilidad y la paz.
@jrherreraucv
Un comentario
Interesante y educativo