Primero fue el verbo – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en El Universal

Por:  Mibelis Acevedo Donís

El fantasma de las previsiones de Orwell insiste en mortificarnos cuando advertimos los biliosos giros de la distopía venezolana. El logos vaciado, el significado invertido, el lenguaje opresivo que busca alojarse en cada resquicio, multiplicado en cada pantalla; la dominación, como fin último. “No habrá risa; no habrá arte; ni literatura ni ciencia; sólo ambición de poder”: un gobierno que dice “paz” cuando quiere decir guerra, que dice “democracia” cuando quiere decir sumisión, mientras desmantela el Estado de Derecho o hace de la confrontación su fetiche. El discurso de odio no deja de alentar dogmas: la patria es botín exclusivo de quienes eligen el lado de la revolución, el resto son intrusos que toca “aniquilar”. La exclusión del otro mediante su descalificación y etiquetado, en fin, ha sido pecado corriente en un país que hoy resiste los fieros estertores del socialismo del siglo XXI.

Cuán devastadores son los códigos del autoritarismo. Si una voz desentona, si hiere, es lanzada automáticamente al cotarro del “enemigo”, sin ningún chance de reparos. Revolución afanada en vencer, no en convencer, obsoleto coletazo de la prepolítica. Lamentable y obvio es que la malignidad del mensaje opuesto al discurso de la libertad, prendió en ciertos sectores como hiedra ponzoñosa. “Antirrevolucionario”, “demente”, “terrorista”: así golpea la palabra que se incrusta con saña en seres de carne y hueso, ésa que muta al final en violencia, en muerte. ¿Cómo saber si, en efecto, sólo son “casos aislados” los excesos por parte de miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, cuando éstos han sido consistentemente acribillados por esa espina de furia? ¿Qué otra clase de respuesta calculamos cuando desde la autoridad se acosa, se deshumaniza, se aísla, se ridiculiza, se amenaza, se anula simbólicamente al disidente?

El fanatismo, sin embargo, no deja de empantanar la disección de la anomalía: “Que los funcionarios disparen es culpa de quien convoca”, opinaba en días recientes un dirigente del PSUV. Mundo al revés, donde la víctima debe pagar el costo de la brutal embestida. Lo más grave es que estando al tanto de la eficacia del lenguaje para construir la realidad -lo cual implica que, usado para distorsionar percepciones, también es capaz de invocar la destrucción- no se perciban gestos de moderación por parte de los mandones. Lo contrario. Más que nunca, la palabra que desgarra como saeta, que se encaja como puño, que busca aturdir, que atiza la discriminación contra el que piensa distinto y cancela toda posibilidad de diálogo, es replicada frenéticamente.

Y allí el avieso nudo. La cordura nos dice que el momento no admite más desenfreno, que el fuego sólo atrae más fuego, pero esa certeza se esquiva como si la lucha agonista diese motivos para la dañosa reorganización mental de la realidad. Desde el poder se tilda indistintamente de “terrorista” y “guarimbero” al adversario, una y otra vez, y el convencimiento del peligro se trasfunde, prospera, se hace tangible. Quienes protestan no son personas; menos que lobos… ¡son enemigos! Un discurso que mutila así toda capacidad para percibir a los otros, que prescinde del ejercicio de conciencia, que confina el pensamiento al estrecho cuartico de la sujeción y suprime por tanto la autonomía, termina legitimando los modos extremos de la violencia activa.

En ese marco, el “uso progresivo y diferenciado de la fuerza» deviene en noción movediza. ¿Se instruye al centinela a resguardar prudentemente el orden público en manifestaciones, o se le empuja, en circunstancia “excepcional”, a enfrentar terroristas? ¿Qué manda a la hora de sofocar protestas: la prohibición de portar armas letales o lo que, según indica la Resolución 8610, califica como “situación de riesgo mortal”, frente a la cual el funcionario “aplicará el método del uso de la fuerza potencialmente mortal, bien con arma de fuego o con otra arma potencialmente mortal»? La responsabilidad individual se enreda así en confuso ovillo de discrecionalidad. ¿Puede una decisión tan crítica desentenderse del alud de signos que la ha manoseado previamente? ¿Qué atroz cañón apunta hacia ciudadanos inermes, cuando la protesta se criminaliza en el lenguaje de forma expresa?

Ante el anuncio de la MUD de abrazar los artículos 333-350 y seguir en las calles, no está de más anticipar los riesgos de tanto odio cultivado. De ese daño llegan ecos tremendos: basta revisar los comentarios que circulan en redes por parte de adeptos al régimen para notar el largo calado de sus raíces. Sí; junto con la amenaza, justificaciones de “legítima defensa” o propuestas con tintes de “solución final”, baila muy a menudo la palabra “terrorista”. Nada casual.

El verbo, principio y fin, ha dejado en este tiempo su holladura. Dice Octavio Paz: “Cosas y palabras se desangran por la misma herida”. No en balde añade que cuando la palabra se corrompe y los significados se vuelven inciertos, también el sentido de nuestros actos zozobra, se hace inseguro.

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