El refinado dinamitero de Milán – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Siempre descubrimos algo enigmático cuando acercamos la lupa a laSegioDahbar_reducido_400x400 vida de los otros. Algo inalcanzable. Casi sin excepción somos monstruos, aunque nos empeñemos en disfrazar la apariencia y los modales. Por defecto profesional, persigo las existencias de los editores.

Nada me divierte más que saber lo mucho que los odiaba Goethe. «Los editores beben champán en las calaveras de los escritores muertos de hambre» repetía con ingenio y maledicencia. Proponía también que fusilaran a esos hombres que se quedan con las utilidades del talento ajeno.

Más cerca en el tiempo el perfil de Siegfried Unseld, uno de los grandes editores alemanes contemporáneos (Suhrkamp), se alzó muy cerca de la sombra del austríaco Thomas Bernhard. La correspondencia entre editor y autor es un ejercicio filoso de inteligencia y rencor, de reclamos y paciencia. Entre sus párrafos aparece desnuca la condición humana, con sus egoísmos y trastornos.

Las memorias de Bennett Cerf, Michael Korda, André Schiffrin, Jason Epstein, Diana Athill… resultan divertidas porque reflejan las relaciones humanas entre gente que se cree divina y celestial. Artistas. Tocados con la gracia de Dios. Pero de todos ellos tal vez el que más me ha impactado ha sido Giangiacomo Feltrinelli. Anagrama acaba de reeditar la biografía Senior Service, que escribió su hijo y heredero del imperio, Carlo. Aunque murió joven, su mito “canta’’ cada día canta mejor.

Giangiacomo fue lo que se suele llamar un rico de cuna. Hijo de una de las familias más adineradas de Italia, sufrió una herida en su carácter. Perdió a su padre cuando era un niño. Su madre se casó después con un periodista burgués, Luigi Barzini, que nunca le mostró interés.

La familia Feltrinelli desarrolló su enorme fortuna en negocios financieros, de la construcción y la madera. Se opusieron a Mussolini. Giangiacomo siempre se preocupó por sus obreros y colaboró con los partisanos que enfrentaron a los nazis. Después ingresó en el Partido Comunista y en 1953 se convirtió el editor de izquierda más global.

Era sinónimo de sofisticación y malacrianza. Vestía los trajes a la medida más vanguardistas, jugaba básquet con Fidel Castro para tener sus memorias, hablaba cuatro idiomas, fumaba unos misteriosos Senior Service, adoraba a su hijo Carlo y tenía mujeres en todas partes.

Para entender su olfato y obsesión hay que revisar qué editó: la Oración fúnebre por Ernesto Guevara de Fidel Castro; el Libro Rojo de Mao; los discursos de Ho Chi Min; La rebelión de los estudiantes, de Rudy Dutschke; Para leer “El Capital”, de Althusser. También a Claude Levi-Strauss, James Baldwin, Witold Gombrowitz, Tom Wolfe, Henry Miller, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

Su mayor éxito lo llevó a romper con la nomenclatura soviética. Boris Pasternak le cedió los derechos de Doctor Zhivago. Y su publicación en Italia prefiguró el primer best sellers planetario. Su conducta como administrador de la fortuna de Pasternak fue ejemplar. Abrió una cuenta en Suiza a su nombre. Y envió a su abogado a donde quisieran piratear las ediciones de este clásico.

Su radicalización política tuvo muchos matices. Pensaba por ejemplo que Fidel era un “idealista de clase media, gordo, aniñado, simpático, caótico, no muy formal, poca cosa como intelectual…’’. Y también homófobo’’.

Al mismo tiempo intentó dejar sin luz a Milán. Murió el 15 de marzo de 1972 a los 46 años, al pie de una columna de soporte de una línea de tensión eléctrica. La bomba que intentaba colocar estalló antes de tiempo. Como ha escrito Enric González, “era tierno, mujeriego, caprichoso y solidario, perteneció a una generación aprisionada entre dos polos imperiales, embriagada de teoría y obsesionada con la acción’’.

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