Los políticos, unos por razones perversas e impresentables y otros por intolerable torpeza, han metido a los catalanes en un sinvivir. Las consecuencias del accionar de los políticos las pagan y pagarán los catalanes de a pie. Por millones. Y en millones.
Aplicado el artículo 155 de la constitución española, la reacción de los políticos, de los ciudadanos y de las organizaciones sociales ha sido diversa. No hay, al parecer, eso que se conoce como un acuerdo mínimo. Hay de todo, como en botica. Luce claro que, por muchos desaciertos que se hayan producido, la realidad tirana cómo es tiende a imponerse. Las absurdas y tempestuosas pasiones amainan.
Hay sí una creciente percepción y comprensión del daño ocurrido. Se habla todavía de daños reparables. En definitiva lo que importa no es lo que las emociones desbordadas han traído como clara consecuencia sino, antes bien, las reconsideraciones a que haya lugar. A la distancia, uno puede sugerir que los dirigentes de uno y otro bando se han visto el ombligo. Se montaron en un ring de boxeo convirtiendo a buena parte de los ciudadanos en airados espectadores de una pelea con claros y abiertos visos de insensatez. Entonces, creo, hay que tener muy claro a la hora del análisis que los ciudadanos, forzados a tornarse en fanatizadas peñas, van entendiendo de a poco que los platos rotos los pagarán ellos. Eso es bueno.
El asunto tiene hoy dos vertientes paralelas: la judicial y la electoral. La primero tomará su tiempo. Es procedimiento engorroso y complejo de entender, en el cual los ciudadanos no participan. Entre abogados, jueces y jurisconsultos te veas. Pero con la premura que marca la situación, la contienda electoral está en ejecución, con un comicio convocado para el 21 de diciembre. Y allí los ciudadanos decidirán. Pero hay que preguntarse y preguntar qué decidirán. Los separatistas parecieran estar planteando la elección en términos de conseguir el apoyo popular para obtener el permiso de la ciudadanía para violar la constitución española. Así de disparatado como suena. Un absurdo de insólitas proporciones. Algo así como decirle al pueblo catalán «votad por mí y eso significará que me estáis autorizando para mandar a paseo los mandatos constitucionales». Los sensatos catalanes, que sospecho son mayoría, quieren que se revise el formato que los rige como autonómica. Eso no está mal. Si me apuran, creo que seguramente hay razones de peso para que haya revisiones y, si cabe, reformas que serían más allá que cosméticas. No es España hoy la misma que hace la treintena de años cuando se hizo y aprobó la constitución vigente. No creo que la mayoría de los catalanes piense que la separación es un punto de honor. En realidad, los dirigentes del separatismo y los que se oponen a él no han esgrimido suficientes argumentos para que los ciudadanos pueden tener una opinión educada. Si lo hicieran, o cuando lo hagan, muy probablemente mostrarían que unos y otros llevan razón y ello generarían un tercer camino en el que catalanes, españoles y europeos puedan coincidir y armar futuro. Pero planteado en términos de enfrentamiento pierden todos. El proceso de revisión y reforma no es, por cierto, algo que deba ser emprendido al calor de debates exaltados. Es asunto de técnicos, pensadores, estrategas, expertos. Gente muy versada que pueda armar el escenario más conveniente para un porvenir de prosperidad y progreso.
Pareciera que en las elecciones catalanas las fuerzas no separatistas van a hacerse de la mayoría de los votos. Eso, a ojos pocos preclaros, lucirá como el fin del conflicto. Empero, derrotar a Puigdemont no es un fin. Quienes así lo crean yerran. Porque Puigdemont no es sino un síntoma, como una punta de fiebre que se baja con la ingesta de un potente antipirético. La enfermedad continuará si no se examina, si se cree que bajada la fiebre no hay que diagnosticar el mal y buscar cura real a ella.
En medio de los alaridos que se escuchan de parte y parte, hay millones de ciudadanos que no están siendo escuchados. Hablarán en las urnas electorales. Eso debe ser el prólogo apenas de una conversación mayor. El reto de los catalanes es pues no dejarse silenciar, por nadie.