Todos los aspirantes a la candidatura presidencial de oposición pintan un panorama auspicioso para un gobierno democrático. Tienen razón en desear que su «narrativa» sea cautivante para los electores. Un discurso derrotista y apocalíptico sólo sirve para ciertas sectas cuyo punto focal es la inminente destrucción del planeta y, de seguidas, el juicio final en el que habremos de rendir cuentas ante un Dios poco dado a perdonar arrepentimientos de último minuto.
Pero, a veces, el discurso cruza la línea del optimismo y se convierte en un pastoso verbo que, más que endulzar, empalaga. Los aliados, luego de vencer a los nazis y a las fuerzas niponas, hallaron que lo que quedaba eran ciudades y campos en ruinas y millones de supervivientes convertidos en «poltergeists». La guerra, que no sé limitó a campos de batalla en paisajes desolados, trajo como principal consecuencia una de las mayores pobrezas de la historia. Entonces, las fuerzas aliadas, luego de declararse vencedores, se hicieron la más gruesa de las preguntas: ganamos la guerra, pero, ¿se puede ganar la paz?
No es una exageración decir que Venezuela está hecha un faralao descosido. Tampoco lo es aceptar que somos un país (vergonzosamente) conformado por una minúscula casta que vive cual pachá, y una estrafalaria multitud de personas con su economía y su vida hechas jirones, que no ve futuro por parte alguna. Montarse en una suerte de isla tipo tierra del verde jengibre y crear una valla invisible e inexpugnable entre clases sociales sólo sirve para engañarnos. Si una diminuta minoría está bien y una inmensa mayoría está (póngale usted el participio), eso no es un país; es un ente invertebrado, la patética coincidencia de un gentío.
Los entrenadores de los deportistas de élite los fuerzan a superar sus propios límites, a ir más allá. Cuando se muestran con los músculos adoloridos y mente y cuerpo exhaustos, les dicen «no pain, no gain». Les hacen entender que sólo es posible ganar en una competición con esfuerzo, trabajo y templanza. Que para triunfar el sacrificio ha de ser descomunal.
En una situación como la que vivimos, el buen discurso político, el que suma con liderazgo, no es el que disimula y pretende vender peces de colores. Es el que logra que los liderados, con los pies firmemente puestos en la tierra, sientan que la destrucción no es una situación inalterable y que es posible, con denuedo y laboriosidad mancomunada, cambiar el estado de las cosas. No hay que vender utopías; sí hay que vender sueños alcanzables. La Europa de los años sesenta tenía un rostro muy distinto al de la posguerra. Y ni hablar de Japón, que se convirtió en un país infinitamente mejor que el que era antes de tan insensata guerra.
La «promesa básica» para Venezuela y los venezolanos no puede ni debe ser volver a ser el país que fuimos. Hay que plantar nuevas ventajas y oportunidades. Tiene que ser una nación distinta, mucho mejor. Y la clave de eso está en que los liderazgos nos contagien a todos de la más responsable ciudadanía. No es con un lenguaje melcochoso masificado en redes como van a lograr eso.
Una campaña electoral es de suyo aspiracional. Eso es cierto. Pero hay que evitar caer en la narcisista futilidad de la exageración y las mesiánicas promesas frívolas. Descontinúen la cursiambre, por favor.
Se trata de dibujar qué es lo que queremos construir y no sólo con lo que queremos acabar. Se trata de ganar las batallas, pero, sobre todo, de desmontar el odio, la exclusión y el mal proceder. Se trata de ganar la paz.
Ah, y mucho cuidado con convertir las primarias en un concurso de fanatismos. Que fue el fanatismo el que nos trajo a este desmadre en el que estamos.