Soledad Morillo Belloso

Sobre el perdón y la justicia – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Si se nos dice que no tenemos derecho a juzgar, ¿por qué se nos insta y hasta fuerza a perdonar? Se habla con ligereza sobre el perdón. En cierto modo, se nos conmina a un «dejar hacer, dejar pasar». ¿Y la justicia? ¿Dónde queda la justicia?

El perdón sólo puede ocurrir si quien ha cometido la falla, la falta, el delito o el pecado lo admite y pública y explícitamente lo reconoce, sin que espere ser aplaudido por ello. Y, además, debe ofrecerse resarcimiento por el daño causado. El perdón es bueno si ello no deriva en agravamiento y profundización de la injusticia. De hecho, perdonar puede convertirse en un acto de inmodestia, pues de alguna manera es colocarse en una posición de superioridad. Si el perdón se otorga para beneficio propio, eso no soluciona la situación causante.

No otorgar el perdón como una gracia no tiene necesariamente que generar rencor o resentimiento. El perdón es bastante más exigente y complicado y no se puede despachar con actos de gracia fútiles. El perdón debe generar justicia, formar parte de ella. De lo contrario no es más que relleno vano e insustancial.

En los juicios, los victimarios deben admitir su falta y mostrar arrepentimiento. En ello está el ofrecer satisfacción a las víctimas directas e indirectas. En el cristianismo, el sacramento de la confesión está íntimamente vinculado a condiciones. El pecador, para obtener el perdón debe: 1. Hacer examen de conciencia. 2. Hacer acto de contrición. 3. Es obligatorio el propósito de enmienda. 4. Debe haber una confesión al sacerdote para que este pueda otorgar la absolución. 5. Se debe cumplir la penitencia, pues en esa pena se supone un acto de satisfacción a los que han sufrido por el error, falla, pecado. En pocas palabras, el perdón no puede otorgarse buscando el bienestar propio.

En el ámbito legal, una persona no puede argüir el desconocimiento de la ley como razón válida para eximirse de su cumplimiento. Y el estamento judicial, basando su ejecución y dictamen en la estructura legal, es el único que puede juzgar y emitir sentencia. El sistema prevé y previene el error, y ello se sustenta en el concepto de presunción de inocencia hasta prueba en contra.

Los católicos tienen (tenemos) un conjunto de leyes a respetar. Esto es, los mandamientos, tanto los de la Ley de Dios como los de la Santa Iglesia Católica. Las violaciones a esas leyes suponen comisión de pecados de diversa gradación.

En la cultura occidental es conspicua una suerte de coincidencia entre «pecados» y «delitos». Por ejemplo, un asesino está violando el estamento legal y también está perpetrando un acto en contra de los mandamientos, lo cual supone la comisión de un pecado.

¿Se puede perdonar sin que quien cometió el acto delictivo o pecaminoso haya pedido perdón e indulgencia? Poder se puede, pero quizás deberíamos preguntarnos si se debe. Perdonar al ofensor sin que este reconozca su culpa, muestre arrepentimiento expreso y público, ofrezca resarcimiento y pague alguna penalización es hacerle un muy flaco servicio a la justicia. Los problemas no se resuelven por esa vía. Más aún, tienden a agravarse. Si las víctimas sienten que su perjuicio y dolor no han sido reconocidos en su gravedad, su percepción sobre la importancia de la justicia se verá severamente afectada y pueden llegar a sentir que la justicia, lejos de ser un instrumento del bien, es una atroz caricatura.

Un criminal o delincuente puede ser juzgado y condenado por su ilegalidad aunque este no reconozca su transgresión y de hecho la niegue. Se supone que el sistema judicial debe cuidar de la salud de la sociedad y sus miembros y protegerlos contra un delincuente que los ha perjudicado y pueda perjudicarlos. Es decir, el tribunal existe para hacer justicia. Si se prueba la culpabilidad, la sentencia será acorde al delito cometido. Si el delincuente acepta su culpa, el tribunal puede considerar cierta indulgencia, que no perdón. No toca al tribunal perdonar. No es su función y razón de ser.

En términos católicos, la situación es distinta. Si alguien comete un pecado y este no supone un delito penado por la ley, y esa persona no cumple los cinco pasos del sacramento de la confesión, pues la penalización puede que no ocurra en el mundo terrenal. Pero los pecados no confesados no prescriben y por tanto serán objeto de evaluación luego de la muerte. Y, como bien dicen en los villorrios, a Dios no se le puede engañar. A Dios no se le pasa una. Y todos los actos perversos que cometamos están debidamente asentados en un personalísimo libro de vida. Por supuesto, existe algo que se llama «indulgencia plenaria», pero ese es un tema que eludo adrede porque siempre he creído que no es un instrumento justo. La indulgencia plenaria puede ser concedida por el papa, los obispos y los cardenales, a quienes, por ejemplo, recen determinada oración, visiten determinado santuario, utilicen ciertos objetos de culto, realicen ciertos peregrinajes, o cumplan con otros rituales específicos. A algunos no nos luce suficiente. Pero eso es tema de otra reflexión.

Por lo que se sabe, se han iniciado procesos contra unos bandoleros que habrían hecho desfalcos en empresas del estado. Esas empresas tienen propietarios, nosotros, los venezolanos. Este asunto comporta delitos gravísimos. Y no se le puede pedir a ningún venezolano que perdone. Estos personajes deben ser juzgados por tribunales que cumplan su función en la estructura social, cual es impartir justicia. No basta con llamativos posts en las redes mostrando a estos individuos trajeados de naranja y sentados en sillas de agencia de festejos. Aquí cabe cualquier cosa menos un festejo y es de hecho una afrenta a los venezolanos el haber montado semejante espectáculo. Claro que los venezolanos dudamos de la eficiencia y capacidad del sistema judicial. Para ser sinceros, no tenemos razones para confiar en él. Si en las alturas del poder esperan que creamos y confiemos en estos procedimientos judiciales, el tribunal debería ser uno especial, con participación y monitoreo de fuerzas adversas, de modo tal que la transparencia sea su eje. Y los procesados deben contar con absoluto respeto a sus derechos procesales y humanos y ello incluye la garantía de la posibilidad de defensa. El proceso debe ser impoluto, prístino y televisado. Porque las víctimas somos millones, lo somos todos los que tenemos una cosa en común: somos ciudadanos de Venezuela. Si son todos los que están aunque no estén todos los que son, la palabra de sensatez la tienen los que están en el poder. Y eso va mucho más allá de la tan manida y ridícula frase «caiga quien caiga».

Nuremberg, Tokio. Y otros más. ¿Les suena?

Ciertamente, San Juan Pablo II dijo «no hay justicia sin perdón», pero también dijo «sin justicia no hay paz».

Puede haber justicia sin democracia. Pero no puede haber democracia sin justicia.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post recientes