Zarco 202 – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Yo no he viajado mucho pero, seguramente, es la ciudad más complicada en la que he estado en mi vida. No solo por los millones de habitantes, o por el endemoniado tráfico, o por la contaminación, esas tres cosas a las que siempre se acude para describirla. Es mucho más allá que eso. Como pocas ciudades en América, carga su enorme estirpe sobre sus espaldas y camina todos los días pisando fuerte sobre siglos de historia. Es, a la vez, todo en revoltijo: la Tenochtitlan del imperio azteca, sede de Virreinato de la Corona Española, testigo de la república emancipada, trono de Maximiliano y Carlota como emperadores importados y a seguir la nueva emancipación, impronta del Porfiriato, complejidad de la Revolución Mexicana, advenimiento de la democracia y urbe cosmopolita de estos tiempos, todo ello en un gigantismo que escapa a la comprensión y con varios cataclismos en su haber. Es, sin disputa, la ciudad más dramáticamente enrevesada de esto que -a falta de otro nombre- llamamos América Latina. Y para mí, fascinante.

En esa ciudad hay de todo y pasa de todo. Y ni los más sanos ojos pueden abarcar todo. El horizonte allí es ciudad. Es allí, dentro de sus imaginarios linderos, donde todo lo gigante se hace minúsculo y lo diminuto, monumental. Y allí, entre sus magnas avenidas y plazas y sus miles de callejuelas, todo tiene un cuento, una página con o sin rúbrica, una anécdota muchas veces imposible de corroborar pero que se da por cierta. En ella confluyen glorias y pecados, miserias y riquezas, sufrimientos y bajezas. Pero es grandeza y belleza.

1994. Era mi segunda visita. Y cuando uno ya ha ido, tiene claro y acepta que la ciudad le determinará la vida, le impondrá su ritmo y sus modos. Algún simplón dirá que no es sino una más de tantas urbes caóticas de la nueva era en el planeta. Otro, de todavía más escasa mente, la descalificará diciendo que en ella “todo es tan folklórico”. Yo la defino como un ser vivo, que no se parece a ningún otro, un lugar donde incluso lo replicado se convierte en original. Hogar de millones, es, como sabiamente atinan algunos a recalcar, indomable.

Era una noche fresca, de esas que recuerdan la necesidad de abrigarse para no pescar un incómodo resfrío. Habíamos pasado toda la jornada visitando empresas privadas y en reuniones con personeros del sector público. Pero no íbamos a permitir que el agotamiento nos privara de acudir a verla en vivo y en directo, en su propio patio.

El taxi aceleraba a mil por hora por las avenidas y frenaba con chirridos escalofriantes, mientras el conductor mascullaba maldiciones. Aquel hombre no conseguía entender por qué unos extranjeros querían ir al Zarco 202 de Guerrero habiendo tantos guateques finos en la Zona Rosa, o en San Ángel, o en Coayacán. Pero mientras estos pinches pagaran…

Nos dejó justo en la entrada. Un guarura con tamaño heroico y musculatura de media vida pasada en las lonas de la lucha libre nos recibió sin movimiento en el rostro. Abrió la puerta y entramos a una pequeñísima antesala en la que vimos a algunos ser cateados. A nosotros nos dejaron pasar sin revisión. Supongo que nos diagnosticaron como pinches gringos inofensivos. Curioso, para los mexicanos, todos los extranjeros somos gringos.

Entre unas y otras mesas, el mínimo espacio requerido. La nuestra, nos tocó en suerte, prácticamente lindaba con el escenario. Sin anotar en libreta de comanda, el mozo trajo chelas, tequilitas, un platico con limones cortados y otro con sal. Y vasitos con sangrita. Pedimos chilaquiles y tacos al pastor. Y nos persignamos antes de morder aquello que no importa cuánto uno pida que no venga con «sabor», picará y le hará recordar que el camino al cielo puede tener carbones incandescentes. Un trago, sal en el dorso, sangrita y limón. Y si no aguanta, bájele con chela. Salucita.

Un trío cantaba boleros añejos sin que espectador alguno prestara atención. Intentaban que alguien al menos se apiadara de ellos y reconociera su esfuerzo. Luego de cada pieza extendían su sombrero, cual cesta para la limosna en misa dominical. Aportamos. Una jovencita de lindas trenzas y de no más de doce o trece años iba de mesa en mesa ofreciendo flores. Compramos.

Pasadas las once, bajaron las luces y se escuchó un cuarteto ya más profesional. Hizo un par de piezas que la gente aplaudió. Y entonces por una escalerilla del fondo subió ella. El público la recibió con el mejor signo de respeto: un absoluto silencio.

Muy probablemente, Edith Piaf no hubiera sido quien fue si hubiera tenido una vida cómoda, fácil o feliz. Tampoco Billie Holiday o Bessie Smith. O Ellis Regina. O Lola Flores, o Amy Winehouse. Y tantas.

Cuando se monta en el escenario y toma el micrófono, Paquita no canta, suda sus dolores, sus rabias, sus episodios de destrozos. En su voz está cada una de sus caídas, sus roturas de alma, sus vueltas a poner en pie. Su repertorio es su vida. No es, como pueden pensar algunos, una de tantas cantantes de antro o botiquín. Ella se refugia en lo único que siente que le sale bien, en ese espacio donde no es maltratada ni vejada. Allí en el escenario ella es reina y señora. Allí sus desilusiones encuentran hombros para descargar.

Aquella noche en su local cantó por casi dos horas. Entre pieza y pieza, un pequeño alto, con algún introito sobre lo que habría de cantar, mientras se entonaba la voz con Herradura Reposado. En las mesas había parroquianos, la mayoría, pero también gente de cierta alcurnia que seguramente no revelarían a sus amistades su gusto por la música de aquella mujer que tan lejos estaba de su realidad. Acaso se justificaban a sí mismos arguyendo curiosidad.

Es una mujer que con su voz ronca y sus letras desgarradas embadurna el cancionero latinoamericano. Lo hace con sus historias, las suyas, las de su propia existencia. De una vida de todo tipo de tropiezos, saltó a los patios del aceptable aplauso. Paradójicamente, fue un español, Almodóvar, quién supo mostrarla y la convirtió en personaje. Y entonces la clase más lustrada no solo la aceptó, la aplaudió a rabiar; empezó a llenarse la boca con frases presumidas y a llamarla “nuestra”. Ahora muchos cantan su “rata de dos patas” sin precisar de chuletas. Y, lo impensable por allá por los años 80 cuando era una sufrida cantante que luchaba por sobrevivir, sus conciertos a casa llena incluyen hasta el Palacio de Bellas Artes. Y acaba de recibir el premio Billboard a la Trayectoria Artística, edición 2021.

Aquella noche de boleros genuinamente churriguerescos en Zarco 202 está guardada en mis recuerdos como algo muy preciado. Tengo su cassette (sí, así de viejo es este cuento), autografiado. Es oro en polvo.

Con frecuencia escucho su “Tres veces te engañé. La primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer. Y después de esas tres veces, no quiero volverte a ver…”

Se llama Francisca Viveros Barradas. Y es grande, grande, grande. Tan grande como su tierra.

 

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