Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Don Miguel de Unamuno solía decir que la obra de Hegel es “el álgebra del universo” y que, junto con Platón, había tejido “los más grandes poemas, los más verdaderos, del más puro mundo del espíritu”. No obstante, en su obra no hay un estudio sobre el pensamiento de Hegel. No está expuesto de modo explícito sino que, más bien, se le encuentra implícitamente. Claro que, de vez en cuando, al referirse al gran pensador alemán, utiliza expresiones que delatan sus inclinaciones: “Mi maestro Hegel”, “el Quijote de la filosofía” o “aprendí alemán en Hegel, en el estupendo Hegel, que ha sido uno de los pensadores que más honda huella han dejado en mí”. Y sin embargo, el implacable Unamuno no podía perder la ocasión para compararlo, alguna vez, con el barón de Münchhausen, “quien quería sacarse del pozo tirándose de las orejas”. Lo cierto es que, como todo buen discípulo, Unamuno supo nutrirse del pensamiento hegeliano para, conservándolo, seguir el compás de su propio pensamiento. Hay quienes desde su ignaro patetismo sociológico, marcadamente arrastrado por un positivismo y un pragmatismo ramplones, consideran que las citas o referencias textuales de los grandes pensadores de otros tiempos son un vano intento escolástico que, a lo sumo, invoca la autoridad de “el reino de las sombras”, sin detenerse a pensar que subestiman las potencias del pasado. Nada saben de Aristóteles ni de Maquiavelo. ¡Si supieran que fue sobre los empedrados de dicho reino que se escribió nada menos que la Crítica de la economía política!
No pocas veces, los apologetas de la modernidad muestran ser bastante poco modernos. Y no pocas veces los llamados posmodernos suelen ser excesivamente premodernos. “Quien no ha aplicado en su vida más que un solo procedimiento –observa Unamuno–, no tiene experiencia ni aún de él”. Y es que para la filosofía, como para la vida misma, las construcciones, los grandes aportes o contribuciones, no son posibles sino sobre la base del diálogo con las enseñanzas heredadas de los maestros del pensamiento. Porque, en materia filosófica, pensar el für sich –el para sí mismo– siempre será un encuentro con el für uns –el para nosotros–. La obra de un día no es sino el resultado de la paciente labor de los siglos. La filosofía es, en efecto, historia y nada más que historia. Pero la historia no es ni un museo de cera ni un tanatorio, como tampoco una mera referencia anecdótica del pasado, según la creencia de algunos –incluso– respetables académicos: es, siempre, historia contemporánea, la cabal enseñanza del aquí y ahora. Es, pues, lo contrario de “la ciencia oficial o enjaulada”, de la “ciencia hecha” que le resultara tan deleznable a Unamuno: “con sus dogmas, sus resultados, sus conclusiones, sean verdaderas o falsas, es todo menos lo vivo, porque lo vivo es la ciencia in fieri, en perpetuo y fecundo hacerse, en formación vivificante. Las conclusiones frente a los procedimientos, el dogma frente al pensamiento. Es el gato en el plato en vez de la liebre en el campo”.
Una universidad obligada a reproducir conocimientos sin producirlos, sin innovarse de continuo, condena el desarrollo de toda la sociedad. Pero una universidad que se autoimpone la reproducción del conocimiento como única meta no es una universidad sino una vergüenza. El objetivo principal de las universidades no consiste tan solo en egresar profesionales “competentes”, sino esencialmente en resolver, con base en el resultado de sus investigaciones, los grandes problemas que aquejan a la sociedad en sus más diversos ámbitos. Por eso mismo, los profesores universitarios no pueden ser calificados ni como “docentes” ni, mucho menos, como “trabajadores y trabajadoras universitarios”. Sin investigación y extensión, las universidades se convierten en liceos o, en el mejor de los casos, en institutos universitarios. Pero con ello desaparece el sacerdocio que las sustenta. No solo se trata de egresar profesionales y “especialistas” de calidad, sino de mantener el cultivo diario, in fieri, del saber. Porque, ¿cómo podrían formarse profesionales de calidad sin que a lo interno progrese la enseñanza como fruto de la investigación y la extensión? Una universidad burocratizada, de mera “nómina”, no es tan solo una infamia: es una abominación. Esta, en sustancia, la lección de Unamuno para un presente en bucle, para un aquí y ahora que parece repetir los errores que, una vez objetivados, alentaron el terror de la barbarie que terminó por conducir a su España natal a la guerra civil y, con ella, a su autodestrucción.
El tres veces rector de la Universidad de Salamanca, el hegeliano cuya idea filosófica se explaya a lo largo y ancho de su obra literaria, no solo fue testigo presencial de la crisis orgánica de su tiempo sino, además, una de sus más representativas víctimas: “En tanto me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel, debida a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura con cierto sustrato patológico-corporal, las inauditas salvajadas de las hordas rojas excedían toda descripción. Y dan el tono no socialistas, ni comunistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, ex criminales natos sin ideología alguna, que van a satisfacer feroces pasiones atávicas. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. España no debe estar al dictado de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera, puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Triste cosa sería que el bárbaro, anticivil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir con un bárbaro, anticivil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo”.
Así estaba su pobre España, tal como hoy está la pobre Venezuela: desangrada, arruinada, envenenada y entontecida. Como nunca antes, la lección de Unamuno está abierta. Estudiarla y comprenderla es estudiarse y comprenderse. El reclamo de Unamuno por el hundimiento de la inteligencia universitaria es la premisa para el hundimiento en la más cruenta de las barbaries de la sociedad. La pretendida horizontalización de las universidades no solo anuncia su definitiva ruina en manos de la quincalla populista, sino que, como su consecuencia directa, el país entero quedará sumergido en la peor mediocridad borreguil, tan grata a los gánsteres que administran el narcoterrorismo en Venezuela y que ponen en riesgo la propia civilización occidental. Junto a Unamuno, los universitarios venezolanos libran la que tal vez sea su batalla más importante: la de resistir, bajo las peores condiciones de vida, la brutal arremetida de la barbarie. La fuerza bruta vence, pero no convence, decía el filósofo. Porque convencer significa persuadir y para persuadir es necesario tener razón y derecho. Las tiranías no lo tienen. El búho de Minerva inicia su vuelo al caer las primeras luces del día. Por eso mismo, y al final, la universidad resurgirá de sus cenizas y, una vez más, vencerá la sombra que va dejando a su paso la estupidez.
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