Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Un buen amigo iba caminando el otro día por el centro de Bogotá cuando detectó muchísimo odio en varios corrillos de jóvenes en unas pocas cuadras. Nada muy distinto de lo que se ve entre los encapuchados que incendian buses, destruyen estaciones de transporte u oficinas de gobierno. ¿Qué en una ambulancia va una persona grave o una mujer en labores de parto? No le hace, no puede pasar. Los jóvenes que proceden así no tienen poder aún, salvo el de hacer daño e infligir violencia. Pero ¿qué pasa si andando el tiempo los dos fenómenos del título se funden? Se llega a algo parecido a la pareja de Rosario Murillo y Daniel Ortega, quienes hoy martirizan a Nicaragua.
El odio en un joven como los que vio mi amigo tiene dos fuentes primordiales posibles: la psicopatía en semilla, por el estilo de la que Pablo Escobar con los años convirtió en una ceiba, o una inseguridad muy profunda y una ira salpicada por el miedo, primo hermano del odio. Una complicación posible es que, como lo dijo alguna vez James Baldwin, puede que también se odien a sí mismos.
Ojo, no se debe confundir el odio con las discrepancias de fondo, que pueden existir sin verse salpicadas por la más destructiva de todas las pasiones. Yo, por ejemplo, discrepo en la mayoría de las cosas con el gobierno de Duque, pero no odio al presidente. Tampoco, dicho sea de paso, odio a los representantes del populismo de extrema izquierda, pese a que mis discrepancias con ellos son asimismo profundas. Álvaro Uribe, en contraste, sí es movido por esta pasión, aunque vaya que él también ha sido objeto de odios jarochos, como dicen los mexicanos.
Sería necio negar que el pueblo colombiano y muy en particular los jóvenes sufren de grandes carencias, las cuales se vieron agudizadas por el año largo de pandemia. Lo que resulta más difícil es extender la condición de psicópatas a más de unos pocos integrantes del Eln como los que pusieron la bomba de Cúcuta, a los vinculados a las disidencias de las Farc, a los mafiosos o a los dispersos grupos de anarquistas sin partido que gozan con incendios como el del Palacio de Justicia de Tuluá. Según eso, hay un contingente mucho más grande de inconformes que combina el miedo, la ira y la inseguridad aguda sobre el futuro.
No hay otro camino para tratar con los psicópatas que la represión, mientras que hacia los otros protestantes se debe extender la mano. Igual, un país en el que abunda el odio es muy difícil de manejar. Es preciso hacer concesiones claras a los resentidos de cara al futuro. Lo dicho en otras ocasiones: una educación pública muy repotenciada, becas amplias y una renta básica universal creciente. Sería lo mínimo para empezar a desmontar la bomba de tiempo que se ha ido armando. Sí, claro que además se debe impedir la destrucción de bienes públicos y privados, cuyo costo merma justamente los recursos necesarios para aliviar de manera progresiva las carencias de las que se quejan los jóvenes. Es indispensable dar un viraje político en 2022. ¿Hacia dónde? Se perfilan dos opciones: una reformista y progresiva; otra radical y destructiva. Serán los electores los que al final decidan cuál de las dos es preferible.
Concluyamos con una idea de Baudelaire: “El odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, porque está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño y ¡con dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que ser avaros con él!”, dice en Consejos a jóvenes literatos.
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