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Mandarina del Carmen – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Como buen país de pueblos y parroquias, heredero al fin de tradiciones hispanas, en Venezuela abundan los cuentos bonitos. De éste supe en ese curucutear en papeles viejos en que me la paso, con el único objeto de encontrar historias buenas que escribir de noche para compartir con mis lectores. No me pidan que les revele mis fuentes. Mucha gente quiere que su nombre se mantenga en el anonimato. Están más que dispuestos a darnos información pero, acaso por algo de pena, prefieren que no se les mencione.

Yadira siempre quiso que al menos uno de sus alumbramientos ocurriera un 16 de julio. «Quiero dárselo como regalo a la virgencita. Si es varón, ojalá me salga con vocación religiosa. Y si es hembra, que me ayude a preparar los flanes que le endulzan el carácter a la gente del pueblo. Si he podido amansar a mi marido, puedo con cualquiera».

En efecto, tal y como ella lo deseaba, despuntando el alba de aquel 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, mientras preparaba el guayoyito mañanero, Yadira sintió que rompió fuentes. Tenía todo listo y cuando llegó al ambulatorio nadie se sorprendió de verla en pleno trabajo de alumbramiento. Feliciana, partera de larga escuela que tantos niños había traído al mundo, asistió al doctor, un muchacho guapetón él, recién graduado de la escuela Vargas de medicina. En cuestión de media hora se escuchó el llanto de una hermosa niña.»¿Y cómo le vas a poner a la muchachita?», preguntó Feliciana. «Mandarina del Carmen».

En el pueblo se corrió la buena nueva. Se dijo que Yadira había parido una mandarina para festejar a la patrona que cuidaba de las almas de las gentes de buen hacer. Su marido, el cascarrabias Basilio, estaba en el campo, así que la noticia la conoció cuando regresó de la labor al atardecer.

En Araira se cultivan las mejores mandarinas de Venezuela. Su fama trasciende las fronteras. De hecho, pisar la zona significa transportarse a una atmósfera de frescura dulzona y seductora. Allí todo huele y sabe a mandarina. Quizás es eso lo que hace que los de allá siempre estén como sonriendo.

Con el pasar de los años, Mandarina del Carmen se convirtió en una muchacha espléndida y muy diestra en el arte de hacer flan de la bella fruta. Pero llegó un año cuando llovió cuando no tocaba y una sequía extravagante no permitió que hubiera buena cosecha. La gente se puso triste. Por primera vez Araira no olía a mandarina. Mandarina del Carmen estaba aquel año viviendo en Guatire estudiando para hacer realidad su sueño: convertirse en maestra de parvulario. Cuando supo del sufrimiento que estaba pasando su pueblo, averiguó dónde había una iglesia en la que poder ir a rezarle a la Virgen del Carmen. Le dijeron que en Higuerote había una hermosa iglesia en su honor. Se montó en un autobús y a Higuerote fue a tener.

Entró a la iglesia justo a la hora del Ángelus. Se arrodilló en el último reclinatorio y oró. «Ay, virgencita, seguramente tú sabes que yo soy Mandarina del Carmen, que de toda la vida te he tenido mucha fe. Ay, virgencita, mi Araira está sufriendo mucho. Los niños no juegan, los mayores lloran, los viejitos se sientan en los portones con ojeras mojadas. No hay mandarinas este año. Se le fue el color, el olor y el sabor a mi pueblo.Yo te prometo, virgencita, que si nos ayudas le voy a preparar cada año cien flanes y los traeré a esta iglesia para que se los den de merienda a los niñitos pobres».

Cuentan que al año siguiente las lluvias llegaron cuando tocaba y hubo la mejor cosecha de mandarinas que pudiere recordarse. Mandarina del Carmen no le había contado de su promesa a nadie. Pero desde entonces cada año, al arribar la época de mandarinas, cumplió su palabra y se afanó en preparar cien flanes para los críos de Higuerote.

Mandarina del Carmen se hizo maestra y halló también la vocación religiosa. Cambió su nombre a Sor Carmen y hoy está retirada en un convento. Pero cada año sus manos arrugadas preparan cien flanes. Ya la salud no le asiste como para poder ir a llevarlos personalmente, pero los manda y una tarde de cada año los niños de Higuerote meriendan flan con sabor a honestidad.

Esta historia, imposible de verificar como casi todas las anécdotas venezolanas, quizás logre despertar en mis lectores una reflexión. Mandarina pudo haberse desentendido del asunto del dolor de su pueblo. Al fin y al cabo, ya había salido de él y tenía frente otros horizontes. Pero el arraigo y el amor la hicieron condolerse y solidarizarse. Hizo lo que mejor sabía hacer: rezar y comprometerse. Su compromiso no fue para obtener algo para ella. Si algo distingue a esta hermosa historia es el desprendimiento, la ausencia del egoísmo, el hacer el bien sin despreciar a nadie.

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