Ana: el perdón – Roberto Giusti

Publicado en: Atril.press

Por: Roberto Giusti

El día que aparecieron los grupos armados  terminó nuestra apacible existencia  y comenzó el peregrinaje por los campos del Valle del Cauca.

Corrían los tiempos de La Violencia, luego del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y bandas del conservatismo, como Los Chulavitas  y Los Pájaros, se entregaban  al despojo y muerte de los hacendados y trabajadores conocidos como  Los Cachiporros, valga decir, los liberales, entre ellos mi padre, Gonzalo Bustos.

Dedicado a la cría de ganado y a la agricultura en una finca de su propiedad,  muy cerca de Armero, el pueblo en que nací  el 13 de marzo de 1931, mi padre no se ocupaba de la política pero tampoco ocultaba sus simpatías por el bando liberal.

Yo era la mayor y la única hembra entre seis hermanos y desde muy temprano me tocó la responsabilidad de cocinarles  a mi padre y a los jornaleros de la finca. Era una vida dura porque nos despertábamos a las cuatro de la mañana y con el atardecer ya estábamos durmiendo, luego de una la larga jornada durante la cual debía preparar desayuno, almuerzo y cena para diez hombres, con sus respectivas totumas de “aguaepanela” enfuertada.

Pero también tuve mis aventuras y una de ellas fue escapar para verme, a la hora de la siesta, con Valentín Camargo, lugarteniente del temible caudillo de Los Pájaros, León María Lozano, alias  El Cóndor. Había conocido a Valentín  en el mercado libre del pueblo, donde coincidimos mientras yo compraba la carne para los jornaleros y él simulaba su interés por un trozo de pecho para cocinar la sobrebarriga.

Vestido de negro  y enchalecado, el apuesto mozo de Bogotá atrajo mi atención  con una sonrisa entre tierna y calculadora que me encendió las mejillas y fue así como, sin darme cuenta, me vi aceptando, entre cuchicheos, en la trastienda, una cita para vernos montaña adentro a la hora de la siesta.

El día de la cita era tanta mi inquietud que llegué al sitio acordado con media hora de anticipación a lomos de Príncipe, un potro cerrero que me había regalado mi padre el día en que cumplí quince años.

Así que desde un recodo del camino me dispuse a esperarlo con toda impaciencia y cuando ya pensaba que el malvado me había engañado y nunca llegaría, me asaltó una visión que, aún hoy, en el umbral de los 90 años, me resulta inolvidable: Valentín, a la distancia, acercándose al trote de su brioso caballo, el cabello  negro agitado por el viento, el  escapulario de la Virgen del Rosario del Palmar en volandas y el machete guardado en una vaina adosada a su silla de montar.

Trémula y pálida fui al encuentro de mi galán, quien durante estos encuentros, breves y arrebatadores,  se comportaría como un caballero, de manera  que nunca fuimos más allá del beso de lengua.  Siempre he pensado y sobre todo ahora, cuando tengo conmigo a míster T,  que quizás no traspasamos la barrera por un detalle  que me llevó  a ponerle fin al naciente noviazgo  en la tercera cita.

Esa tarde descubrí que mi pretendiente no me tenía puesto el ojo a mí sino a la finca y a mi papá, un Cachiporro moderado.

Al fin y al cabo godo recalcitrante, pero a la postre imprudente, Valentín no se guardó sus intenciones cuando le conté el igualitarismo que reinaba en la finca de mi familia, donde  el patrón, es decir, mi padre,  trataba a sus jornaleros de igual a igual y entre otras imposturas compartía con ellos la mesa a la hora del almuerzo.

Mi padre era un mono muy blanco, de ojos azules, hijo natural de un inglés, propietario de un par de haciendas  y una guapa muchacha de rostro aindiado, larga caballera negrísima  y pocas palabras, que trabajaba como  doméstica en una de las posesiones de los ingleses. Estos eran los dueños de algunas de las fincas más productivas de la región y además de la crianza de ganado sembraban café, caña de azúcar,  arroz, sorgo y algodón en grandes cantidades.

Insigne trabajador y creyente,  a pesar de que nunca fue reconocido como hijo legítimo, mi padre logró, a costa de grandes sacrificios y mucho trabajo, hacerse con la finca que ahora ambicionaban los godos. Y allí estaba, ocupado con la siembra del arroz la tarde en que uno de los jornaleros, que venía del pueblo, muy agitado, le dijo que se había topado por el camino, ya muy cerca de la finca, con una cuadrilla de Pájaros  al mando de  Valentín Camargo, quien  venía con la intención de matarlo y quedarse con la propiedad.

Mi padre reaccionó rápido y sin pensarlo dos veces abandonamos  la faena y corrimos a refugiarnos en el bosque con lo que teníamos puesto, dejando atrás una vida de relativa abundancia que ya más nunca podríamos recuperar.

Tampoco  tuvimos tiempo para las lamentaciones porque fueron dos  días  de persecución y sobresaltos, en medio de los tiroteos y de las ejecuciones de propietarios y peones de fincas  que huían de las hordas enardecidos de Pájaros y Chulavitas. Éramos mi padre y seis pelados  caminando por el bosque, desprovistos de agua, alimentos, además de ropa  y calzado adecuados.

De noche dormíamos bajo los árboles y de día teníamos que caminar por la intrincada geografía valluna burlando a las patrulla de los godos, hasta que, cuando ya no podíamos dar un paso más, llegamos a la carretera que conduce a Ibagué.

Allí nos recogió un valiente chófer de autobús cuya compasión pudo más que el temor a que lo ajusticiaran Los Pájaros de Don Valentín. “Móntense y no abran la boca”, nos ordenó a mi padre y a los seis pelados  a punto de desfallecer por la sed, el hambre y el cansancio. Pocas horas después llegamos sanos y salvos a Ibagué, capital del Tolima, donde  nos refugiamos durante unas semanas para luego trasladarnos a Palmira.

Allí mi padre  comenzó a trabajar como capataz en algunas haciendas, pero la prole vivía en el pueblo mientras él lidiaba en el campo con el nacimiento de las primeras guerrillas y una guerra civil, no declarada, que tuvo una tregua relativa  con el Pacto Nacional  suscrito por liberales y conservadores.

Tendría ya unos 16 años cuando conocí a un maestro de primaria, de piel morena y cabello churco, con rulitos, que  se enamoró de mí desde el mismo instante en que cruzamos miradas durante  la misa dominical,  bajo la cúpula de la Catedral de Nuestra Señora del Rosario del Palmar.  A los pocos días Gilberto Fuentes,  que así se llamaba el joven, se presentó en la casa y solicitó  el visto  bueno de mi padre para cortejarme.

Pero lejos de darle el sí a quien debía considerarse como un buen partido, devoto cristiano y con una profesión estable, mi padre  lo echó a la calle con caras destempladas y me dio una soberana  tunda para que dejara unos amoríos que  consideraba, según me dijo, prematuros a mi edad. “Estás demasiado joven”, argumentó, para justificar una negativa  que lucía extemporánea  si consideramos  que contaba con la edad propicia  para asumir el vínculo matrimonial.

Por eso, con el paso del tiempo he llegado a pensar que lo que no le gustó a mi padre fueron los rulitos del maestro, pese a sus ideas liberales y su compenetración con los obreros del campo.

Pero  el maestrico no se dio por vencido e inició un masivo ataque epistolar, de manera que todos los días me llegaba una carta de amor que al principio me rompía el corazón aunque luego, con el paso del  tiempo y la rutina, dejé de corresponderle. No obstante el maestrico insistía y así, casi sin darme cuenta,  me fui acostumbrando a la visita diaria del cartero, un joven apuesto y hablador, quien, con el sobre en la mano y una sonrisa permanente, me divertía, con sus ocurrencias, durante unas visitas cada vez más largas y entretenidas.

De manera que si el maestrico me abrumaba con las florituras romanticonas de María, la  célebre  novela de Jorge Isaac, que transcurría  en el paisaje idílico  del Valle del Cauca, ofreciéndome una serenata de melancólicos bambucos, el guapachoso Pedro Isea, que así se llamaba el cartero, paralizaba su itinerario y la entrega de correspondencia para quedarse conversando conmigo.

Hasta aquella memorable madrugada en la que despertó al vecindario con una serenata de Los Alegres del Valle y su charanga, música sabrosona y sensualota  que estaba tomando por asalto bailable a las barriadas populares de Cali.

A esas alturas no quedaba duda de que para mis oídos la música del cartero, con sus boleros de Daniel Santos o Toña La Negra, resultaba más seductora que los cantos gregorianos del maestrico  y llegó el día en que, cansado de enviar cartas sin recibir  respuesta, me dejó de escribir. Pero nosotros ni nos dimos cuenta, porque ya no nos hacía falta el pretexto de unas cartas para amarnos apasionadamente.

Durante  dos años mantuve con Pedro un noviazgo absolutamente clandestino,

Dos años mantuve con Pedro un noviazgo absolutamente clandestino

oculto a los ojos inquisidores de mi padre, quien defendía mi virginidad con harta tenacidad y mantenía bajo su control todos mis movimientos.  Pienso que esa obsesión obedecía al hecho de que yo no solo era la única mujer entre los cinco hermanos varones sino también  su mano derecha. El prefería mi compañía y en su nuevo oficio, como capataz, que nunca le permitió recuperar la finca perdida en tiempos de La Violencia, yo lo acompañaba cuando iba a sembrar cebollas y a arrear el ganado en unos potreros que ya no eran nuestros.

Pero yo estaba enamorada de Pedro y cuando él me propuso  que nos casáramos  a escondidas,  yo acepté sin pensarlo mucho. Así fue como buscó a dos de sus amigos parranderos y nos casamos, en postrer desconocimiento de la autoridad paternal, en la Iglesia del Cerrito, Palmira. Era el 2 de agosto de 1951 cuando inicié mi vida en común con un hombre que me daría quince hijos a lo largo de casi un cuarto de siglo.

Sorprendentemente mi padre aceptó la realidad y antes que reprocharnos por haberlo engañado durante tanto tiempo, nos invitó a vivir en su casa.  Pero allí estuvimos poco tiempo porque muy pronto quedó claro que mi marido era un mujeriego sin remedio y le pedí que nos mudáramos para evitar problemas con mi padre.

La casa a la que nos mudamos, ubicada en un barrio popular, llamado Las Delicias, con calles sin asfaltar, polvorientas en verano y sembrada de charcos en invierno, tenía techos de zinc y  piso de tierra. Las paredes interiores las hacíamos con las cajas vacías de madera, donde mi marido, quien había dejado el cargo de cartero,  colocaba los tomates que vendía, al por mayor, a bordo de una pequeño camión, en las bodegas y mercados de Palmira. Éramos pobres y se nos hacía pequeña esa casa cuya letrina, siempre ocupada, estaba en una caseta ubicada detrás de la casa.

Una triste novedad para mí, quien había tenido una niñez de vida campesina, con  mucho trabajo, es verdad,  pero sin  la estrechez  de los habitantes de un barrio populoso y arrabalero en una ciudad  colombiana como lo era la Palmira de mediados del siglo XX, donde tendríamos a la vista lo que en aquel momento era el comercio incipiente de drogas con unos vecinos que se dedicaban a la venta de marihuana.

Afortunadamente ninguno de nosotros cayó en la trampa del narcotráfico porque a pesar de sus escandalosas  contradicciones, mi padre estaba pendiente de la prole  y nos sometía a una severa disciplina que incluía la prohibición de andar  con malas compañías.

Para entonces ya había nacido la mayoría de los hijos, pero todavía ninguno  trabajaba y casi todos iban a la escuela.  Montada sobre los  17 años la mayor y dos la menor, el resto conformaba una ruidosa  reunión de niños y adolescentes que no quedaba satisfecha con su ración de plátano y carne que, eso sí, nunca nos faltó en la mesa. Pero como ninguno estaba de edad de trabajar,  todo el peso de la economía doméstica recaía sobre los hombros de Pedro, a quien,  sin darse cuenta, la  vida se le iba de las manos en largas sesiones de parrandas  en cabarets como el Moravia, donde bailaba hasta el cansancio con la chica del momento y aunque nadie lo crea, sin beberse un solo trago del afamado aguardiente valluno. La debilidad  de Pedro, estaba visto, eran las faldas.

Yo, niña inocente, sentí que me tragaba la tierra y lloré inconsolable  cuando descubrí la traición abierta y pública de Pedro, quien,  para colmo de males, ni siquiera se molestaba en encubrir sus pecados. Con el tiempo aceptaría como un mal crónico e irremediable  el parrandón en seco en el que vivía mi marido, pero pasaba el tiempo y yo no atinaba a comprender que con mi llanto y mi protesta solo empeoraba las cosas.

Por eso ya sabía que al levantar la voz para reclamarle su infidelidad, él respondía  lanzando contra el piso  la ropa que yo había lavado y planchado durante el día. O, peor aún, que lo llevara a niveles tan altos en su rabieta que una medianoche comenzó a perseguirme, machete en mano y solo se calmó cuando vio a que los niños despertaban y se metían bajo la cama mientras  yo aprovechaba ese momento de distracción para escaparme  a la casa de mi padre, quien,  después de casarme, se hacía el desentendido cuando yo llegaba a contarle la mala vida que me daba Pablo.

Para entonces ya comencé a comprender que la resignación era la salida que asumían las mujeres de mi época ante los desafueros de sus maridos. Solo que yo no lo aceptaba y por eso, una mañana lluviosa, sin decirle ni una sola palabra, ni escribirle una letra, agarré a mis 12 pelados y emprendí la huida del matrimonio, dispuesta a llevar la contraria a unas mujeres sometidas al yugo machista sin apenas una queja.

Fueron tres días viajando en tren y por tierra hacia el norte, a lo largo de un trayecto durante el cual llegamos a producir curiosidad y simpatía entre los demás viajeros, quienes suponían que los doce niños que viajaban conmigo  eran estudiantes de una escuela y yo su profesora, una treintañera de buen ver y mano firme con sus alumnos. Las cosas cambiaban radicalmente cuando se enteraban (siempre había un curioso que se dedicaba a sonsacar información entre los niños) que ellos  eran hermanos y yo su madre. Entonces la curiosidad se convertía en asombro y yo no permitía que terminara en bochorno si los viajeros curiosos llegaban a saber que la causa de nuestra travesía obedecía a mi intención de huir de un desconsiderado marido movida por la búsqueda de algo que no alcanzaba a definir aún, pero que bullía en mi interior con toda la fuerza de la rebelión. Y eso era evidente que no calaba bien en las entendederas  tanto de hombres como de mujeres.

Finalmente arribamos a la costa norte,  donde nos recibió mi padre, quien fungía de capataz en una finca cercana a  la ciudad de Plato, (conocida como la “tierra del hombre caimán”)  donde los niños encontrarían lo que no tenían en Palmira: una casa abierta, clima cálido, una vaso de leche de vaca recién ordeñada, una laguna donde bañarse con las babas y a pocos kilómetros el ancho y  caudaloso Magdalena que inundaba la finca cuando se crecía.

Esa vuelta al campo en Jesús del Río, que así se llamaba la hacienda, implicaba para mí retomar los oficios y hábitos que ya había olvidado y sobre todo sentirme libre en esta esta tierra caliente donde los muchachos se encontraban tan felices como su mamá. Pero la dicha  no duró mucho pues una tarde,  cuando volvía de buscar una vaca extraviada, observé desde lejos, una figura que se me hizo familiar y a medida que me fui acercando ya no tuve dudas: rodeado por los pelados, contentos de ver a su padre, Pedro me esperaba a las puertas de la casa de campo,  donde ya casi me había olvidado de él.

Habían pasado tres meses de mi huida sin que él tuviera noticias sobre el sitio en el que me encontraba. En todo ese tiempo, según me contó Larisa, la hermana que lo acompañó en el viaje, tuvo diversas reacciones. Primero me  maldijo y amenazó con denunciarme  a la policía. Cuando se dio cuenta de que yo no había cometido ningún delito le exigió a su mamá, quien sabía cuál era nuestro paradero, que le dijera dónde estábamos. Pero no fue sino hasta el día en que lloró, arrepentido por todo lo mal que se había portado con nosotros, que su madre se condolió y le dijo a donde habíamos ido a parar y para allá salió a buscarnos.

-Me dejaste tirado como un perro-fue lo primero que me dijo sin haberme apeado del caballo.

-¿Por qué  crees que lo hice? –le respondí, mientras saltaba del caballo-. Y no creas que vamos a regresar. Aquí los niños y yo somos felices.

-Ana,  vos sos muy berraca. Pero yo te quiero como nunca he querido a nadie. Quiero que regreses. Yo te prometo que voy a cambiar.

Me dolió mucho dejar a Jesús del Río, pero como la pendeja que era, le creí y emprendimos el regreso. Los primeros días fueron maravillosos con un Pedro obsequioso (me regaló un picó) y empezó a enseñarles a bailar a las niñas.  Pero no había pasado un mes cuando una noche salió con dos de los muchachos y regresó a las tres de la mañana. Cuando les pregunté dónde habían estado me contaron que el papá se fue  al Moravia, un night club con orquesta, acompañado de una señora a quien llamaba “la comadre” y los dejó  a ellos esperándolo en el carro. Por supuesto que la comadre no era la comadre, ni mucho menos y Pedro tendría el tupé de llevarla a la casa y presentármela como una amiga de la familia. Pero a esas alturas, yo ya estaba nuevamente en estado y resignada. Dejé de luchar y solo en el momento en que estaba por morirse de un coma diabético, diez años después,  me pidió perdón. Y yo, que a pesar de todo lo seguía queriendo, lo dejé irse en paz y lo perdoné.

 

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