Nick y Carola… y el GBU-75 – Carolina Espada

Por: Carolina Espada

Nicomedes Pernía nació sin corazón en el pecho (y no tiene la culpa de ser así), lo que lo salva es su extraordinario cerebro. Una materia rosa-grisácea bien oxigenada y de lujo total. Nicomedes discierne con absoluta propiedad, pero no solo eso, es tal el cúmulo de información que maneja (y que investiga y correlaciona y almacena) que sabe más que pescado frito.

Pero nació sin corazón en el pecho y no tiene la culpa de ser así, creo que ya lo dije. Nicomedes Pernía, perfecto, lo que se dice “perfecto”, no es.

Yo le tengo un cariñote enorme, pues nos conocimos en el Kínder Verde hace más de… ¿sesenta tres años? Todos los días, en el recreo, jugábamos a “Marte, Venus y el XL5” (“Equis Ele 5”, en vez de “cuarenta y cinco”) y desde aquel entonces supe que íbamos a ser amigos para siempre.

Pero llegó la operación militar “Midnight Hammer” (“Martillo de Medianoche”) y los Estados Más Insólitos de Norteamérica bombardearon tres instalaciones nucleares en territorio iraní: las plantas de Fordow, Natanz e Isfahán. Según el Pentágono, “la ofensiva del sábado 21 de junio —a las 18:40 en el “Situation Room” de la Casa Blanca en Washington, D.C.— contó con la participación récord de bombarderos y las potentes bombas antibúnker GBU-75”.

No sé lo que es eso, solo que a partir del momento en que supe la noticia —¡el espanto!— he estado llorandito por los rincones. No me puedo quedar sola, porque voy y lloro y se me hace “nudito”.

El sabio e inteligentísimo Nicomedes me aconseja: “Carooolaaa, pero no te pongas así; guerras ha habido toda la vida y toda la vida las habrá”.

Y con la confianza que me da el hecho de haber compartido plastilina con él a los 5 años, le grito: “¡¡¡Gafo!!! ¡¡¡A todo el mundo se le olvida que yo soy mitad puertorriqueña, caray!!!”.

Mi papá, a la muerte de mis abuelos, tuvo que criar a sus tres hermanos menores: dos varones y una hembra. Los dos muchachos fueron enviados de primeritos a la II Guerra Mundial. Mi tío, el capitán Ángel F. Espada, murió en acción heroica en una trinchera en Alsacia; se sacrificó al lanzarse sobre una granada nazi y así salvó a todo el pelotón que comandaba. A Delia, su viuda jovencita, le llevaron una bandera de los EE. UU. doblada en perfecto triangulito y una condecoración post mortem por la heroicidad de su marido. Mi otro tío, “Perico” Espada, hombre recto y sin consuelo, también falleció… pero en acción desesperada. Para honrarlo, en la isla le pusieron su nombre a un cantito de pavimento en Hato Rey: “Calle Ingeniero Pedro Espada”.

Luego vino la conflagración de Korea (que en aquel entonces se escribía con “K”), y más parientes y amigos puertorriqueños yendo hasta allá para ser aniquilados.

Después, Vietnam. Y de esa guerra me acuerdo clarito: tenía 13 años; vivía en Tucson, Arizona; y mi primo era piloto en la Fuerza Aérea de los EE. UU. Su misión:  volar de zona sangrienta a zona masacrada con el fin de recoger a los heridos, a los moribundos y a los cadáveres para llevarlos a un lugar… ¿“seguro”? Pero en uno de esos despegues, upppsss, los propios gringos que estaban en tierra se equivocaron y le derribaron el avión. Él se salvó de milagro, el resto, no. Y hubiera sido preferible que también hubiera muerto en ese instante, pues aquel muchacho bello, bueno, dulce, amoroso, se convirtió en una sombra dura, esquiva, silente y amarga, y no pudo soportar muchos años más sufriendo así.

Seguimos con la Guerra del Golfo. El hijo de una prima hermana puertorriqueña, un “nene”, que se había enlistado en la Fuerza Aérea porque quería ser piloto comercial y (creo que) la familia no tenía dinero para costearle sus estudios, fue enviado para Irak a la “Operation Desert Storm”. Con el historial de muertos en la familia, fue muy poco lo que pudimos dormir durante aquella tormenta. Solo lo logramos cuando regresó a Puerto Rico sano y salvo. Salvo, seguro; “sano”, no sé. Yo perdería la cordura con solo tener una pistola en la mano y la orden de matar al enemigo. ¡¿Al enemigo de quién?!

También tuve una prima militar, mujer valiente y muy reservada, cuyo nombre omito para seguir respetando su privacidad. Ella sobrevivió a todo, pero enfermó de por vida. Y no olvido al hijo de la peluquera acribillado en Vietnam; y al sobrino de los vecinos, que se fue caminando y regresó amputado. De la nena del señor que freía bacalaítos en la playa —enfermera de la Armada— no voy a contar lo que le hicieron cuando cayó prisionera. Y hay tantos y tantos más. Cada borinqueño tiene su historia, sus muertos, su dolor, su llanto.

Mi Puerto Rico amado y querido. Estado Libre Asociado. Y en su escudo hay un corderito blanco, echadito, inofensivo, manso. ¡Ay, bendito!

Nunca pensé que iba a padecer una hambruna en Venezuela; una pandemia en 2020 y, ahora, una guerra que me toca muy de cerca una vez más. Tengo más de una semana recibiendo wasaps sobre bombarderos, portaviones, submarinos…  y madres que no ven la hora de que les devuelvan a sus hijos para contarles los deditos de las manos y los deditos de los pies; y desvestirlos por completo para confirmar que no se los entregaron aporreados.

Y entonces he estado leyendo algo que escribí hace veinte años sobre mi Dios, que es de Celofán: “Palabra de Dios, que es elástico y delicado y nos envuelve, nos cubre, nos protege. Hay hedores y perfumes; hay dolor y gozo; hay enemigos y amigos del alma; hay egoísmo y agradecimiento; hay desilusión y esperanza. Esa es la palabra de Dios. Alabado sea el Celofán Nuestro de Cada Día. Seamos todos contenidos en su Nombre”.

Eso es lo único que le pido: contención.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post recientes