Soledad Morillo Belloso

Travesía – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso 

A veces, la ausencia no grita.  Habla en voz baja. Se hace gesto, perfume, memoria que se desliza  en nuestra manera de vivir. Escribo desde ese lugar donde lo perdido no se ha ido, donde lo que amo sigue habitando lo cotidiano.

No se han ido del todo. Sólo caminan ahora con pasos invisibles, bordando el aire con versos que el alma reconoce.

Están en la música que elegimos sin saber por qué, en la pausa antes de hablar, en ese gesto suave que aprendimos sin darnos cuenta.

Los que se han ido se fueron, pero están en nosotros: en la forma en que amamos, en lo que callamos, en la manera en que ejercitamos la ternura sin alharacas.

Honrarlos es una travesía, es vivir sin olvidar. Poner el mantel con cuidado, doblar las sábanas con mimo, mirar el mar como ellos lo harían, seguir sembrando donde alguna vez soñaron cosechas. ¿Para qué? Para convertir el dolor en homenaje.

No les lloramos siempre, porque llega el momento en que los ojos no tienen más agua, pero sí les vivimos. Los llevamos como raíz bajo la piel, como luz tímida que no quema, pero alumbra.

Y si aún hay veces cuando el silencio pesa, ellos llegan sin ruido: con el olor del pan tostado con mantequilla, con el murmullo del viento en los balcones, con el perdón que nos enseñaron a darnos.

A veces creemos que los recordamos. Pero es más bien que ellos nos recuerdan a nosotros, a través de todo: nos respiran, nos empujan suavemente hacia la vida.

Porque si aún confiamos, si elegimos la belleza cuando es más difícil, si amamos con más calado, es también por ellos.

Y así, en los días de mayor claridad, sentimos que algo en nosotros permanece habitado. Como si una parte de su aliento siguiera entre los árboles que se inclinan al atardecer, o en ese silencio tenue que envuelve una conversación inconclusa. No es fantasía: es la memoria que, lejos de ser un archivo, se vuelve brújula y bitácora. Nos enseñaron a caminar con paso firme,  incluso cuando el suelo tiembla— y eso también es presencia. Porque los que se han ido nos dejaron cartas de navegación ocultas en gestos cotidianos. En cada muestra de comprensión y compasión, en cada palabra que elegimos con cuidado, en cada risa que nos invade sin permiso, ellos se reescriben en nosotros.

Y así, no se trata apenas de recordarlos, sino de ser testimonio de lo más valioso que nos dejaron en herencia: la capacidad de querer, incluso con las manos vacías.

Entonces, con cada paso que damos hacia el horizonte, ellos  caminan con nosotros —no como lastre, sino como amable latido. Lo que heredamos de ellos no son recuerdos, son formas gentiles de mirar, de tocar el mundo con más sensibilidad, con mejor verdad.

No se trata de construir con ladrillos de añoranza, ni de idealizar la pérdida. No es cuestión de convertirlos en santos a cuya foto encendemos velitas. Fueron personas de carne y hueso: padres, hermanos, hijos, tíos, primos, parejas, amigos. Personas con quienes hicimos vida y bordamos amor del bueno.

Entonces hay que evocarlos con dulzura, gratitud y alegría, entretejer nuestra historia con ellos con hilos de amor consciente.

Que honrarlos sea, entonces, vivir. Que nuestra existencia cante por la suya, sin melancolía que paraliza, sino con esa complacencia que florece en silencio. No conmemorar sus fechas de fallecimiento, sino más bien festejar sus cumpleaños.

Los que se han ido no se pierden. Y nosotros, al vivir con belleza, les hacemos justicia. Y entonces, sí se vuelven eternos.

Y vaya si ha sido una ardua tarea entender todo esto.

 

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