La niña de Nueva York - Ibsen Martínez

La niña de Nueva York – Ibsen Martínez

Cada mes de enero, desde hace muchos años, leo a Martí. En 2023 se cumplen 170 años de su nacimiento en La Habana

Publicado en: El País

Por: Ibsen Martínez

En febrero de 1935, el actor César Romero recibió en Hollywood carta de María Mantilla, su madre, quien escribía desde Nueva Jersey.

El agente de prensa de Romero necesitaba datos biográficos del apuesto y elegante artista latino, hasta entonces casi desconocido, que comenzaba a cosechar éxitos al lado de figuras como Marlene Dietrich.  Justamente,que  en aquellos momentos Romero protagonizaba un gran suceso de taquilla, El diablo es una mujer. Antes, mucho antes de Joaquín Phoenix, El guasón tuvo el rostro que fijó César Romero en la serie de la ABC en 1966.

Antes de responder las inocentes preguntas de la agencia, María Mantilla quiso contarle a Romero un secreto que guardaba desde que se hizo mujer. 

Comenzó por  evocar cómo fue que el poeta y revolucionario cubano José Martí, apenas llegado a Nueva York en 1878, burlando audazmente una deportación a España, se alojó en la modesta casa de huéspedes que regentaban sus padres en el 337 Oeste de la calle 31, en Manhattan.

“Vivió con nosotros diecisiete años– relató María, escribiendo en inglés–hasta el día en que partió para luchar en Cuba, en 1895”. Solo cuarenta días después de saltar a tierra desde un bote, junto con otros cinco o seis compañeros, Martí fue abatido por balas españolas. Tenía solo 42 años.

“Cuando mataron a Martí,  fue hallada en su pechera una pequeña foto mía, de niña, manchada de sangre.Ya antes me había escrito que esa foto, prendida a su pecho, lo preservaba de las balas”.

El relato acompañaba una  sucinta nota biográfica de Martí, pensada  para el lego en historia cubana que seguramente era Romero. Solo entonces entregó María su secreto, en palabras dignas de Félix B. Caignet,  célebre autor de radionovelas: “Quiero que sepas, querido, que Martí fue mi verdadero padre y quiero que te sientas orgulloso de ello. Algún día hablaremos mucho de todo esto que, por supuesto, es solo para ti, no para la publicidad. Es mi secreto y tu padre lo sabe”.

Yo solo vine a saber del secreto de María Mantilla hace más de 30 años, cuando leí La niña de Nueva York: una revisión de la vida erótica de José Martí, del gran crítico literario ecuatoriano a   José Miguel Oviedo.

En cambio, la esposa de Martí, Carmen Zayas, madre de su primogénito José Francisco, a  la sazón un niño de apenas dos años,  se lo olfateó desde un principio y sin duda ello precipitó la separación de la pareja. La madre de María, su rival,  también se llamaba Carmen, saque usted la cuenta del enojo.  La Zayas estaba ya harta de la vida de azaressobresaltos y espías españoles que desde siempte había llevado con Martí y logró, a espaldas de éste, que el consulado español en Nueva York, le permitiera regresar a Cuba con el pequeño, sin autorización expresa de su marido.

Los oficiantes del culto a los héroes invariablemente se descomponen y desafinan cuando topan con esa “zona pelúcida” que puede ser la vida amorosa de sus mitificados. La norma es pasar al lado de conflictos humanos como el adulterio de la calle 31 de puntillas y con el dedo índice en los labios. 

Al leer el libro de Oviedo sorprende la gazmoñería de generaciones de biógrafos que acogieron patrañas exculpatorias como la de que el señor Mantilla, esposo de Carmita Miyares, era un anciano paralítico incapacitado ya para cumplir con los consabidos deberes conyugales. Se comprende: un forjador de la patria no debe ponerle zafiamente los tarros a su casero y, de paso, hacerle una hija a su mujer.

Más sorprendente puede resultar la armonía con que siguió discurriendo la vida familiar de los Mantilla-Miyares y Martí el padrino inquilino de María. Carmita- todos en aquella pequeña comunidad neoyorquina de exilados cubanos, la llamaban Carmita- tuvo aún otro hijo con Mantilla quien no era ningún anciano decrépito ni estuvo jamás paralítico. Murió pocos años más tarde, de complicaciones mitrales. 

No es concebible que Carmita y Martí hayan embaucado al señor Mantilla como a un cornudo de ópera bufa de Donizetti.Mucho menos imaginable es que hayan tenido una sosegada conversación a trois en la alta noche de la casita de huéspedes. ¿Cómo lo hicieron?

El hecho es que, tras la muerte de Mantilla poco años más tarde, Martí alcanzó a fundirse, sin torcedura,  de padrino-inquilino de María Mantilla en marido de Carmita en una unión de hecho que todos sus allegados vieron muy natural. Nunca se repuso de la desgarradora separación de Pepe, el “príncipe enano” a quien dedicó La edad de oro, la más hermosa revista para niños que aún hoy pueda darse a leer a los chamos.

Cada mes de enero, desde hace muchos años, leo a Martí. En este de 2023 se cumplen ya 170 años de su nacimiento en La Habana. Leí esta vez sus cartas a María Mantilla, escritas muchas de ellas ya en viaje a Cuba y a la muerte. 

“Mi María y mi Carmita–dice en carta a su hija–: Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta ni modo de escribir en mucho tiempo…¿Y en qué pienso ahora cuando las tengo abrazadas? En que este verano tengan muchas flores, en que en el invierno pongan las dos juntas una escuela: una escuela para diez niñas, a seis pesos, con piano y español de nueve a una: y me las respetarán y tendrá pan la casa. No tengo para mandarles más que mis  brazos. Pongan la escuela”.

 

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