En la búsqueda constante de la felicidad, hemos convertido al optimismo en un imperativo social. Nos bombardean con mensajes que nos instan a mantener una actitud feliz sin importar las circunstancias. Pero, ¿a qué costo? Esta imposición del optimismo nos puede llevar a reprimir nuestras emociones más auténticas, a ignorar los aspectos sombríos de nuestra realidad y a caer en trampas.
La vida no siempre es un camino de rosas. A veces todo va bien, pero hay momentos de dolor, de pérdida, de incertidumbre. Fingir que todo está bien cuando no lo está, puede ser perjudicial para la salud mental y emocional. El optimismo forzado se convierte en una forma de negación, un escapismo que nos aleja de la verdadera introspección, del análisis certero y de la construcción de soluciones.
Aceptar nuestras emociones negativas no nos hace menos valiosos ni menos fuertes. La solución a los problemas no ocurre por arte de magia. Al contrario, un optimismo fatuo nos evita enfrentarnos a nuestros miedos y a la realidad. Reconocer que estamos tristes, frustrados o angustiados, y que tenemos razones para ello, es el primer paso hacia la superación. Es en la aceptación donde encontramos la inteligencia y la fortaleza para seguir adelante y construir con base realista ese escenario que deseamos.
La esclavitud al optimismo también nos hace perder de vista la importancia de la empatía. Al minimizar nuestras propias luchas, corremos el riesgo de trivializar las experiencias de los demás. Es fundamental recordar que cada persona enfrenta sus propios demonios y que ser un verdadero optimista no es ignorar el sufrimiento, sino tener la esperanza de que, con apoyo y comprensión, podemos superar cualquier adversidad.
En lugar de aspirar a una felicidad perpetua y ridículamente superficial, deberíamos enfocarnos en cultivar una tenacidad y una perseverancia auténticas. La vida no se trata de ser siempre felices en un mundo de fantasías. Es entender que la vida es un equilibrio entre luz y sombra, y que ambas existen y son necesarias.
En última instancia, liberarnos de la adicción al optimismo implica abrazar las complejidades de la vida. Es permitirnos sentir, llorar, reír y soñar sin las cadenas de una positividad forzada. Porque sólo cuando aceptamos nuestra realidad tal y como es, con todos sus altibajos, podemos entender de qué va eso de una verdadera y duradera felicidad.
No se trata de festejar el pesimismo, que es también un muy mal compañero de viaje. Es asunto de realismo, de poner los pies en la tierra. “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, dijo Arquímedes de Siracusa en el s. III a.d.C.
Los mejores líderes que ha tenido la humanidad no eran tontos optimistas flotando en nub de ilusión. Eran hombres y mujeres que miraban de frente y con coraje la realidad. Por eso supieron liderar.