Carta abierta a Luis Damiani – Elizabeth Fuentes

Por: Elizabeth Fuentes

¿Qué pasó contigo Luis? ¿En qué momento comenzaste a ser otro?elizabeth ¿Cómo puedes ignorar toda esa realidad dolorosa, vergonzante  y triste en que se ha convertido Venezuela? ¿Dónde escondiste tu equipaje intelectual, ese que no te sirve ahora para  justificar la barbarie  que significa arremeter contra la mayoría del país?

Querido Luis  (si, los afectos de juventud a veces nos traicionan):

Descubrir que tu eras el mismo Luis Damiani que conocí sopotocientos años atrás- con canas y más kilos hoy día-, me dejó perpleja. «¿Luis Damiani es uno de los magistrados express?¡¡», me grité a mi misma en diciembre de 2015. » ¿Luis Damiani será el mismo Luis Damiani que, dicen las malas lenguas, va a enterrar el Revocatorio con una sentencia que llevará su firma?¡¡¡», me volví a asombrar ahora.

Y es que mi asombro Luis- que en Venezuela ya es moneda corriente-, va acompañado de algunas reflexiones que me habría gustado compartir contigo en aquella casa  tan grata que tenía tu familia en  Los Corales, adonde fuimos más de un vez a gozar un puyero, tomar la guarapita de ron del médico asesino, cantar trova cubana y hablar pistoladas hasta las tantas, una de tus  especialidades.

Eramos un grupo bonito y diverso: feministas empatadas con cineastas, sociólogos y pichones de líderes, todos y todas de izquierda, como debemos ser a  los veintipico de años, empeñados en construir un mundo mejor a punta de palabras mientras pelábamos en colectivo unos camarones o nos atapuzábamos de ostras a la orilla de la playa. Ostras que por cierto generaron  una intoxicación general que nos mantuvo despiertos toda la noche y te  condujo a ti y otros  más hasta el ambulatorio más cercano porque el asunto derivó en gravedad  de vida o muerte. Y, valga el detalle, en ese entonces el ambulatorio  tenía todo lo necesario para salvarte la vida a ti y el resto de los envenenados  sin cobrarles ni un céntimo.

Fuimos a rumbear a tu casa en Las Acacias más de una vez, compartimos con tu «compañera» (así se le decía a la pareja entonces) más de una irreverencia feminista – era una mujer maravillosa por cierto, muy inteligente, talentosa  y pícara-  y en cada uno de esos encuentros  brillabas por tu buen humor. Eras «el loco» del grupo, el muchacho siempre exasperado que  discutía en voz alta para ganar, el que buscaba en el catecismo marxista todas las respuestas y, cómo no, las lanzabas a los demás en aquel lenguaje incomprensible que suelen utilizar algunos sociólogos para dejar bien claro su estatura de intelectuales.

Como siempre ocurre en la vida, cada quien tomó su rumbo. Tuvimos hijos, algunos nos divorciamos, conseguimos otra pareja, nos mudamos y, básicamente, nos tocó enfrentar la realidad, que no siempre resulta tan fácil de solucionar como parecía a orilla de playa o en las aulas de la UCV.  Y en ese reacomodo, algunos nos quedamos con las ganas de cambiar el mundo porque se nos atravesaron los  recibos de la luz, el pago de la hipoteca, el colegio de los hijos y ya no tuvimos tiempo de otra cosa que no fuese trabajar en serio por levantar una familia decente, de lo más pequeño burguesa la cosa, pero donde al menos quedaran rastros de lo que fuimos. Padres con valores en cuya casa jamás entraron la represión, la mentira, el robo, el acoso a los otros. Practicamos la democracia en nuestro hogar, tratamos de hacer valer la justicia y buscamos que todos los miembros de la familia comieran lo mismo y se sintieran  bien cuidados.

Y aquí es cuando viene la reflexión que me habría gustado tanto compartir contigo Luis. ¿En qué momento uno se convierte en otro, pero sobre todo en otro tan distinto?  Porque si bien no hay un momento exacto para decidir entre el bien o el mal  – aunque más de un amigo tuyo anda arrepentido de haber elevado a Hugo Chavez al poder-, ese proceso de llegar a convertirse en lo opuesto a lo que quisimos ser, donde ya no practicamos los valores universales ni respetamos a los demás y nos consideramos imprescindibles y todopoderosos, debe significar una mudanza de piel tan dolorosa y vergonzante que probablemente el espíritu se adormezca y lance  sus propias endorfinas  acomodaticias para poder soportarse a si mismo frente al espejo. Aunque algunos siquiatras sostienen que en conductas delirantes, el cerebro engaña de tal manera al doliente que le hace ver lo que él quiere ver. Y vaya que sobre eso tenemos millares de ejemplos en esta lamentable Venezuela hecha jirones después de  17 años de  corrupción, mentiras, ineficiencia  y abuso.

¿Cómo te sientes Luis?  ¿Qué pasó con todas tus ponencias sobre el poder y sus maldades? ¿Dónde quedó aquel muchacho  que quería comerse el mundo y  hoy se muestra  empequeñecido frente a un Nicolás Maduro? ¿Para qué sirve ese gigantesco  curriculum tuyo que publica el portal del TSJ, cuando lo contrastas con lo que realmente haz hecho para que una partida de pillos continúe disfrutando  las mieles del poder?

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