Por: Sol Morillo Beloso
Un gobierno cuyo discurso es construido permanentemente en primera persona del plural del futuro. Y en eso lleva desde 1998, cuando ganó las elecciones. La ciudadanía, en particular la que le otorgó el favor de su voto, contabiliza ya casi 16 años cual Penélope, tejiendo y destejiendo, esperando el cumplimiento de una madeja de promesas. Sólo que Penélope no está en tierra, sino en un barco, que naufraga. Y en el vaivén teje y desteje.
Ya no sabemos qué va peor. Si el dolor del alma o el dolor del cuerpo. O el dolor del tiempo. Que duele el pasado y duele el futuro. Y, caray, cómo duele el presente. Las barrigas de los tripones resuenan de hambre. Y también duelen. Y, allí donde llueve, los techos perforados por la desidia dejan colar una lluvia con amargo sabor a llanto. Pero allá arriba en el palacio nadie se conduele.
Fue necesario una mezcolanza de incompetencia, incapacidad, maluquería, soberbia y ambición de poder para dilapidar el inmenso ingreso petrolero de estos años. Con ese chorro de dólares ha podido hacerse realidad aquello de sembrar el petróleo. Hemos podido ser ese país del que nadie querría emigrar. A cambio, van como millón y medio de emigrantes y miles o millones más promedian su exilio. Hasta ahora se han ido esos que llaman las clases medias, con el aplauso del gobierno, que sintió que así se deshacía de la sangre y músculo de la oposición. Criollos o venezolanos de adopción, y sus descendientes. No se entiende bien si es exilio o destierro. O mera cuestión de palabras. Pero de los que quedan, sobra todavía al menos un par de millones. Porque el populismo funciona mejor si tiene que satisfacer la demanda de menos gente. Así las cosas, hay que montar espantapájaros en los pueblos y los campos, en las ciudades y los villorrios, en los barrios y doquiera lugar que hospede a eso que pomposamente clasifica ahora como clase popular. Sobran. Sobran porque ya votaron y porque consumen misiones, dineros públicos, comida y transporté subsidiado, pupitres en escuelas y universidades, camas en los hospitales y un larguísimo etcétera. Si dos millones de esos «usuarios» dejan el país, se alivia visiblemente la situación. Que hay que empezar por los colombianos, ecuatorianos, peruanos, dominicanos. Sobran también los judíos. Había 40 mil. Van quedando menos de 25 mil. Todos esos que se regresen con sus bártulos a sus países. Con las gracias en las maletas y la promesa de retorno cuando la guerra económica termine, si termina. Que no estén aquí cuando toque votar, no vaya a ser que se les ocurra votar en contra.
El país se convirtió en una nación de «usuarios» y «camaradas». No hay espacio político ni deseo alguno de albergar «ciudadanos». Que Penélope se acostumbre a la desnaturalización. En la oclocracia la ciudadanía es incómoda. La civilidad se rinde ante las botas, que hacen borrón y cuenta nueva. Que Penélope entienda que calladita se ve más bonita.
Sobrevivir no es lo mismo que vivir. Hay promesas para vivir pero políticas públicas para, con suerte, sobrevivir. Y encima hay que dar las gracias. Y acallar la queja. Y aplaudir al donante de alimentos de tercera, medicamentos de tercera, servicios públicos de tercera, empleos de tercera, educación de tercera, salud de tercera. A saber, de país de tercer mundo. O más bien, el país de la quinta.
La edad de la piedra no terminó porque se acabaran las piedras. Somos el país con las mayores reservas comprobadas de algo que está condenado a la sustitución. Pero, entretanto, alcanza para financiar el populismo. Y la corrupción. El naufragio es lento.
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