Publicado en: El Universal
Venezuela anda en modo campaña electoral, es evidente. Tras los fracasos de un largo ciclo en el que, nuevamente, prevaleció la visión insurreccional del cambio (sembrada en nuestro imaginario con especial brío, al punto de que una “revolución” se impuso luego de 40 años de respiro democrático), el appeal del voto y su potencial para promover transformaciones en paz vuelve a cobrar cuerpo, nervio y fibra.
A propósito de esto, cunden los “milagros” entre candidatos y adláteres. Donde ha habido apremios por separar a “puros” de “impuros” o visión moralista del conflicto político -suerte de cruzada de ángeles contra demonios- también surgen discretas pero no menos llamativas alusiones a la unidad nacional. Donde hubo convencimiento radical, demonización de la participación en comicios viciados y afán por hincar la espina de que “dictadura no sale con votos”, ahora hay exaltada apología a la vía electoral. Ni hablar de quienes, tras haber encumbrado la tesis del quiebre patrocinada por una figura torva como Trump, hoy censuran (como siempre debió ser) las jugadas antidemocráticas del adalid del MAGA. Un giro interesante; positivo, en apariencia, no menos digno de atención como fenómeno social.
Quizás cabe traer a colación el célebre teorema de Baglini (1986): el grado de responsabilidad de las propuestas de un partido o dirigente político es directamente proporcional a sus posibilidades de acceder al poder. Algo que también explicaría, por cierto, la necesidad del grupo dominante de abandonar convicciones e idealismos y operar pragmáticamente para preservar esa dominación. Ahora bien: aun cuando la cercanía a ese poder que detenta el chavismo desde hace más de dos décadas parece eludir a una oposición extraordinariamente debilitada y sin influjo, la dinámica electoral tiene el don de modificar ciertas percepciones. El entusiasmo que dispara la competencia resulta en extremo efectivo para articular estados de ánimo proclives a la movilización ciudadana, para motorizar el deseo de cambio y la invocación a esa “esperanza” tan ligada a la narrativa electoral.
Reiteramos: tras peregrinar en un erial que agudizó la fragmentación dentro de la fragmentación, las diferencias de fondo entre teorías de cambio esgrimidas por unos y otros actores, esta alineación de convicciones luciría al menos promisoria. Durante años de extravío estratégico y apuesta ciega a la abstención, a la política indiscriminada de sanciones, al colapso que se tradujo en daño colateral, suicidio político y restricción de esos recursos que precisaban las bases de la propia oposición, no fueron pocos los argumentos (tampoco la sordera) a favor de la conquista de espacios de poder y la incidencia desde dentro de las instituciones. Sin embargo, también es justo anticipar que estos fervores colectivos pueden operar como modas pasajeras, cuando la magnitud de los obstáculos o el tiempo para gestionarlos no son calculados y comunicados por el liderazgo con criterio realista. La nítida alternancia entre ciclos pro-voto (2006 a 2013; la dramática vuelta en 2015 y luego en 2021) y ciclos insurreccionales (2002 a 2005; el “salidismo” de 2014 y sus iteraciones entre 2016 y 2020) deberían alertarnos respecto a la consistencia del nuevo giro. ¿Tendremos otra “flor de un día” o una fecunda primavera de sensatez?
Neutralizar el retroceso que todavía acecha, aconseja ponerle freno a otra apuesta ciega; una que lejos de apelar a expectativas racionales, fanatiza y alimenta la propia fanatización. (Quizás toca conducirse como Alonso de Salazar y Frías, por ejemplo: el inquisidor español que en 1610 y contra todo pronóstico, se opuso a la histeria colectiva desatada en Zugarramurdi a santo de la caza de brujas. Con cabeza fría en medio del frenesí galopante, anudando argumentos y evidencias para que la Corte Suprema de la Inquisición negase la existencia de la brujería, logró que en 1614 esta declarase que no podía perseguirse lo que no existía.)
Responsabilizarse de una comunicación tentada por la omisión de trabas estructurales, afín al espejismo y el autoengaño es, entonces, vital. Los dilemas de una oposición sometida a las celadas jurídicas, a la arbitraria operación de anulación del rival, al abuso y las dificultades inherentes al autoritarismo electoral, alientan sin duda esa alternancia entre ciclos antagónicos; entre elecciones (progresividad) e insurrección (revolución). El problema es no discernir los límites y costos a largo plazo, los sacrificios y riesgos que cada opción entraña. En ese sentido, lo que toca es calibrar estrategias en virtud de su potencial para la pérdida o ganancia de influjo en la toma de decisiones; para la consolidación de mayoría política y fuerza real, útil, vinculante y con sólidos apoyos internos. Algo que remitiría a la vía de las reformas desde abajo y desde adentro, siempre que se esté dispuesto a emprender una marcha que no garantiza progresos uniformes e irreversibles.
El anuncio de renovación del CNE y la inevitable renuncia de los rectores no-oficialistas, ofrece una muestra de ese duelo entre expectativas y realidad. No faltaron quienes fustigaron la falta de un heroísmo de mártires, la rebeldía inconsulta, tan épica como estéril, por parte de funcionarios que, con gran costo reputacional, asumieron sus cargos tras un arduo proceso de negociación entre sectores de la sociedad civil, partidos y gobierno. Sujetos, por tanto, a las presiones e incentivos que mueven a los decisores; responsables, al mismo tiempo, de no truncar los avances obtenidos durante su desempeño.
La ruta electoral no se librará de desafíos que ponen a prueba a los nuevos conversos: aquellos que se indignan sin reparar en los frutos de sus abandonos, amenazando ahora con llegar “hasta el final”. Un morbo inquisitorial, un maximalismo apenas domesticado por la estación electoral, en fin, parece estar siempre presto a reactivarse. La celebrada primavera del voto que seduce de momento a tirios y troyanos, implicará también comprender que el objetivo mayor no es consolidar un liderazgo fugaz, sectario, a la medida de la inconstante ola opinática; sino blindar una alternativa potente, realista, aglutinadora y del todo ajena a la intransigencia.