Soledad Morillo Belloso

La insoportable apatía de algunos – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

El mundo arde, pero algunos ni siquiera sienten calor. La indiferencia es la enfermedad más insidiosa y terrible de los tiempos modernos, un letargo que anestesia conciencias y embalsama voluntades.

Pero hay una apatía más perjudicial, más silenciosa, más devastadora: la que se instala en las relaciones, en los afectos, en esos lazos que deberían ser refugios pero que, sin cuidado, se convierten en espacios vacíos.

Es la apatía que transforma reuniones familiares en trámites, que convierte amistades en nombres en una lista de contactos que ya no marcan llamadas. Es la distancia disfrazada de rutina, la frialdad envuelta en excusas.

Nos acostumbramos a no preguntar. A no insistir. A no escuchar más allá del «estoy bien» mecánico que es la respuesta que nada revela. Nos volvemos expertos en el arte de la presencia superficial, en la convivencia sin conexión.

Y así, los afectos se van marchitando lentamente, no por grandes conflictos o traiciones, sino por la ausencia de interés, por la negligencia emocional, por la pereza de sentir. ¿Cuántas relaciones mueren no por una pelea, sino por la indiferencia? ¿Cuántos abrazos se vuelven más fríos simplemente porque dejamos de darlos con intención? ¿Cuántos «te quiero» pierden peso porque se dicen sin pensarlo y sin sentirlo?

Hay un momento en que la apatía ya no es una mera falta de acción, sino una dolorosa forma de abandono. Un abandono silencioso, que no grita, que no enfrenta, que simplemente deja ir. La apatía es la gran traición muda. Nos roba momentos, nos distancia de quienes amamos, nos convierte en meros espectadores de una vida que deberíamos estar viviendo con intensidad.

Lo peor de la apatía es que no siempre se nota de inmediato. Es un enemigo paciente, que se infiltra en los días, las semanas, los meses y los años, que convierte conversaciones en burda burocracia y miradas en tediosa rutina. Y cuando finalmente nos damos cuenta, ya hemos perdido demasiado.

La vida no es una suma de ausencias, sino una oportunidad para construir presencias. Para estar, para sentir, para demostrar que el afecto necesita esfuerzo. Y si la apatía es una sombra, el compromiso es la única luz capaz de disiparla.

Siempre hay tiempo para reconstruir lo que se ha ido desmoronando, para mirar a los ojos y decir con verdad: «Estoy aquí. Me importas.» El amor, la amistad, la familia, no son sentimientos automáticos, sino decisiones que se renuevan con cada gesto, con cada palabra, con cada presencia real. Despertar es posible. Rehacer los lazos es posible. Basta un gesto, una palabra, una mirada que diga: «Estoy aquí. Te veo. Te escucho. Me importas. Me duele lo que te duele, me alegra lo que te alegra.»

La historia no sólo olvida a los indiferentes, también los olvidan sus seres queridos. Y ese olvido, ese vacío, es quizás el precio más alto de la apatía.

“Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón… “; ¿haremos algo hoy mismo para no dejar que nos volvamos esclavos del olvido?

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post recientes