Sabor a ti, sabor a mi, sabor a Venezuela – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

En Venezuela el platillo criollo por excelencia es el pabellón con baranda. Hay diversas versiones del mismo, dependiendo de la región del país, pero en líneas generales, con independencia de la zona, en el plato se sirve carne mechada, caraotas negras, arroz, arepas de maíz, queso blanco y una baranda de tajadas fritas de plátano maduro. Las caraotas pueden ser dulces o saladas. 

Si se trata de desayuno, se suma un espléndido perico de huevo, preparado con cebolla, tomate y en ocasiones pimentón y ají dulce. El pabellón puede ser con pollo mechado, pescado desmenuzado, carne de cochino en hebras, conejo o chivo, en sustitución de la carne de vacuno. Y en lugar de tajadas, puede tratarse de tostones -o como también se les llama patacones- o maduro horneado, sancochado o cocido en leña. El queso debe ser blanco, fresco o de año. Pero siempre blanco, de leche de vaca o cabra. 

Las arepas pueden ser blancas, amarillas, peladas, fritas o en budare. El pabellón se adorna con algún suero o nata, y algunos se atreven a bautizarlo con algún picantico de esos que regañan a la entrada y a la salida. 

El pabellón criollo es un platillo perfecto. Es autocontenido en términos nutricionales y su sabor despierta las papilas gustativas del más pintao’. Habla de sapiencia popular en términos alimenticios. Y es hermoso en el plato, dado su colorido y atractivo organoléptico. Muchas generaciones de venezolanos nos criamos comiendo pabellón. En el hogar venezolano hay la costumbre de tener siempre preparadas las piezas del pabellón, listas para ser servidas a familia y visitantes inesperados. Los arroceros de siempre. Y el pabellón es por cierto un instrumento democrático, un igualador hacia arriba. 

Existe, por supuesto, en nuestro variado portafolio gastronómico un abanico de otros platos que ponen de manifiesto nuestra pluralidad. Están las hallaquitas de maíz, las empanadas fritas en caldero hirviente, los pisillos, las sopas como el mondongo, la pizca andina, los sancochos o hervidos, las olletas, entre otros. Están las parrillas de vacuno, cochino, conejo, pollo, pescado y frutos del mar. La yuca, sin duda, es protagonista de nuestra mesa. Asada, frita, sancochada. O convertida en casabe o siendo estripada para servir de base a exquisitos buñuelos y torticas. Está también la batata, la papa, el ocumo, el apio, la auyama, el ñame y el lairén. Una amplia variedad de granos, como caraotas negras, rojas, rosadas y blancas, lentejas, arvejas, habas, garbanzos y otros como el quinchoncho. 

Hoy, por razones que aburre ya enumerar pero que todos conocemos, el platillo insigne criollo es el «loque», es decir, comemos «lo que haya». 

Podría escribir un denso y suculento texto sobre la culinaria venezolana, sus orígenes, el peso cultural, su variedad, sus muchas leyendas y su trascendencia en nuestro devenir como nación. En mis cuentos y novelas he narrado historias fascinantes. Dirán algunos que de nuestros fogones no han salido sino simplezas. Argumentarán que, comparados con otros países cercanos, nuestras mesas son insípidas. Un cierto esnobismo cursi que se ha apoderado de algunos espacios nos califica de incultos gastronómicos. Yo discrepo de tal aseveración. Nuestra cocina es sencilla, que no simple. Y para quienes quieran saberlo, tiene raíces que nos hablan de nutrida y nutritiva mezcla que ha producido riqueza cultural. Si somos lo que comemos, los venezolanos hemos logrado ser una intrincada juntura de sabores, aromas y orígenes. Aquí se entremezclaron lo autóctono con lo venido de otras latitudes y se produjo un sincretismo casi milagroso. Y es eso cualquier cosa menos simpleza. 

En Venezuela y ahora doquiera que hay venezolanos, a pesar de los pesares y como grandes quitapesares, hay un movimiento destacadísimo de la nueva cocina venezolana. Hay gente inteligente, capaz y dedicada con fervor al desarrollo de nuevos trazos. Es venezolanidad que no se rinde, que se empina sobre la adversidad, se zambulle en fogones, se vuelve más creativa y nos permite vislumbrar un futuro de delicias. 

Yo creo que Dios estaba de muy buen humor el día que hizo a Venezuela. Dicen que es tierra mágica. A mí se me antoja más bien una tierra de placeres. Aún maltratada como es por quienes se supone tienen la responsabilidad de servirla, Venezuela hace que quienes aquí llegan trasmuten en gente. En buenagente. A pesar de la grave situación, uno puede ver a la gente sonreír mientras camina por las calles. Es por ello territorio propicio para reconciliaciones. Al fin y al cabo, si como afirmo Dios andaba de muy buenas cuando hizo a  Venezuela, es de lógica que quienes la habitamos le demos una oportunidad a los risorios para ejercitarse. 

Todo se trata de compartir. De empatía. Es decir, haciendo lo que a algunos nos es natural. Allí está el secreto. 

Venezuela tiene muchos problemas. Pero tiene todas las soluciones. No hay duda. Tenemos sí que pensar y actuar en clave de Re. Reiventarnos; repensarnos; reaprendernos; reencontrarnos; reperdonarnos; reconciliarnos; reposicionarnos. Y reenamorarnos. 

Y, sobre todo, mucho compartir. Asunto de sabor a ti, sabor a mí, sabor a Venezuela.

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