Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? – Tony Frangie Mawad

Puede que Beirut sea la ciudad del mundo con más contrastes históricos. Los sentimientos contradictorios que despierta solo puede entenderlos quien la ha vivido desde el fondo de su ser. En este texto, el venezolano-libanés Tony Frangie comparte su mirada única sobre esa ciudad que ayer vivió de nuevo el horror y que, como siempre ha hecho, llamará al fénix que habita en ella para resurgir

Publicado en: El Estímulo

Por: Tony Frangie Mawad

Quizás no existe mejor imagen para entender a Beirut, la ciudad de la paradoja y el contraste, que cierta foto en blanco y negro de 1984 del libanés Fouad Elkoury: en ella se aprecia a dos mujeres, con la piel iluminada por el sol ácido, en trajes de baño, acostadas en la orilla de una piscina y refrescadas por una fuente. En el fondo, más allá del agua, se aprecia la Beirut bélica, con sus ruinas y sus fachadas quebradas. Es ese el leitmotiv de Beirut, su son destructivo y creativo: una ciudad sensual y cruda que, regenerativamente, se encuentra al placer excesivo y a la violencia brutal. Ciudad paradójica.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: Fouad Elkoury

La foto de Elkoury data de la guerra civil libanesa, un sacudón que refleja aquel ritmo salvaje de Beirut: pasando de boom económico, con sus discotecas de música francesa y sus mega-supermercados, a un conflicto de bombazos y cabezas degolladas en la calle.

La guerra, en la cual me he inmiscuido gracias a libros exquisitos como Koolaids y Pity the Nation, ha sido mi fascinación por mucho tiempo por su cercanía: es quizás la fuerza que más ha marcado pauta en la vida de mi papá, nacido en el pueblo norteño de Zgharta. Ahijado del hijo del presidente libanés y proveniente de una familia adinerada del norte, mi papá se mudó a Beirut a principios de los años setenta para estudiar Derecho en la universidad jesuita de Saint-Joseph.

Encontró la ciudad que enamoró a Brigitte Bardot, esa de clubes de playa y discotecas donde el jet set europeo –con sus mini bikinis y chequeras– se bronceaba en la piscina de mosaicos del hotel Phoenicia, rumbeaban en la discoteca Les Caves du Roy (diseñada como una gruta antigua) y apreciaban el azul mediterráneo desde el rosado hotel Saint Georges.

Mi papá también lo vivió: recuerda el frenesí feliz y bullicioso de la calle Hambra (una zona multirreligiosa conocida por sus cines y sus cafés donde se reunía la intelligentsia libanesa) como también las fiestas y el restaurante del último piso del hotel Holiday Inn: móvil, dando lentamente una vuelta circular dentro del edificio para que los comensales apreciaran la totalidad de la vista.

Luego, ocurrió la quema del autobús lleno de palestinos y la guerra entre musulmanes y cristianos.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Guerra entre Israel y Líbano.
Cortesía: Spencer Platt

Mi papá vio a Beirut convertirse en fuego: con su primo, manejaron apresuradamente a Zgharta, su pueblo. El camino estaba salpicado por cadáveres y las balas sobrevolaban por encima del carro. A su primo, que manejaba, le temblaban las manos. Mi papá le hizo darle el volante.

Los nervios de punta y el corazón a mil: la cédula libanesa indica la religión y las diferentes milicias con sus alcabalas, que ahora delimitaban autopistas y calles, habían establecido la sangrienta práctica de matar a todo aquel que no fuese de la religión de los militantes. Que no nos agarre una alcabala musulmana, pensaba mi papá: su cédula indicaba que es católico maronita. Llegó a Zgharta, donde se uniría a la milicia local.

Como una deformación del exceso del antebellum, la primera gran batalla de la guerra sucedió en los hoteles de lujo del puerto de Beirut: la piscina del Phoenicia hecha ruinas, las cortinas del Saint George saliendo por sus ventanas sin vidrio y el lobby del Holiday Inn –con su candelabro de cristal y sus alfombras– sirviendo de base para milicianos barbudos con armas largas.

El cambio de Beirut fue tan súbito que la artista Lamia Ziade cuenta en su libro gráfico Bye Bye Babylon, cómo –al iniciar la guerra– se vendían encendedores Cartier saqueados a solo dos dólares. “Beirut, del alma de su gente hace vino; de su sudor, hace pan y jazmín”, cantaba la súper-estrella libanesa Fairuz, “entonces, ¿cómo llegó a saber a humo y fuego?”.

Por quince años, a Beirut la devoró el conflicto: la ciudad, cuyos edificios se transformaron en ruinas huecas salpicadas por mil balas, se convirtió en sede de masacres sangrientas entre grupos religiosos.

Abundaron las torturas y violaciones, las degollaciones, los cadáveres amarrados a carros para ser paseados como trofeos de victoria y las bombas de fósforo que dejaban los cuerpos encendidos horas después de morir. Invadió Siria. Invadió Israel. Vino el dinero de Hussein y del Ayatollah, los mercenarios de Gaddafi, los irlandeses del IRA y hasta Carlos, el Chacal. Llegó Estados Unidos, con promesa de reconstrucción, y se retiró atormentado tras la destrucción de sus barracas y la muerte de 220 marines.

Beirut, como demuestra la escena de la película “Bad Boys” donde comparan una mansión tiroteada y destruida con la ciudad, se hizo símbolo de destrucción y violencia. Por quince años fue dos ciudades: el este en manos de los cristianos y el oeste en manos de los musulmanes, separados por “la línea verde”, el área del centro, abandonada y retomada por vegetación silvestre y milicias escondidas entre las tiendas bombardeadas.

Mi papá, viendo la destrucción generalizada y eufórica de su país, partiría –definitivamente en 1979– a Caracas y a su promesa petrolera de futuro.

En mi infancia inicial, Beirut significaba dos cosas: primero, la ciudad oriental en la que Shakira, de quien siempre supe que era de origen libanés como yo, buscaba ojos así. Segundo, un libro de fotos en la mesa de madera de mi terraza en Caracas que mostraba imágenes del antes y después: las ruinas y los huecos en las fachadas arabizadas seguidas por los cafés y las construcciones renovadas después de la guerra: la nueva Beirut de Solidere, la empresa encargada de reconstruir la ciudad en la posguerra de los noventa.

Tras el divorcio de mis padres, mi papá regresó a vivir al Líbano a principios del nuevo milenio, pasando la mitad de su año en Caracas para vernos. Aun así, mis hermanas y yo realmente jamás vacacionamos o visitamos la tierra de la que provenían también mis abuelos maternos.

Tercer significado de Beirut en la infancia: la corta guerra de 2006 entre Hezbollah e Israel. Los videos en Globovisión y CNN en Español de los edificios del sur de Beirut cayendo desplomados en nubes de polvo por los bombazos israelitas y las caras tristes de niños en campos de refugiados y hospitales. Una mujer musulmana quitándole un arma a un soldado. El programa de Anthony Bourdain de cocina beirutí interrumpido por el estallido de la guerra. La idea de Beirut como una ciudad bélica y violenta reforzándose en el imaginario colectivo occidental.

Pero Beirut, con la misma rapidez de los misiles que la acosaron por ese verano, retomó el frenesí de su ritmo y su euforia regenerativa.

En 2009 conocí finalmente la nación que siempre había considerado una segunda patria. Me enamoré: quizás fueron las ruinas romanas de Baalbek, el encanto cosmopolita de Beirut, la neblina montañera de Ehden y sus bosques colindantes, la generosidad de mil platos y mil frutas o el contacto corpóreo y cariñoso de su gente y sus tres besos de saludo. No lo sé. Pero desde entonces, decidimos pasar largas temporadas veraniegas, con la brisa de las montañas en nuestro pueblo y el calor del Mediterráneo en la loca Beirut.

Atrás había quedado la ciudad de ruinas huecas, fachadas con balas y calles de lodo y pólvora que mi papá –en compañía de sus hermanas mayores, ahogadas en lágrimas al ver la cáscara de la ciudad donde compraban las últimas modas en su adolescencia– había descubierto tras su primera visita, desde el inicio de la guerra, al centro de Beirut una vez finalizada la guerra a principios de los noventa.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Beirut de noche.
Cortesía: Johnny Maroun

Las edificaciones antiguas de Beirut, con su mezcla arquitectónica entre los estilos árabes tradicionales y el Art Deco francés, ahora curadas de sus heridas, se codeaban con espectaculares torres de hierro y vidrio que –con arquitectura futurista y desafiante, de jardines colgantes y balcones escalonados– parecían extraídas del 2050. Las reconstrucciones habían descubierto nuevos complejos de columnas grecorromanas y templos antiguos, mientras malls ultramodernos se abrían paso entre las iglesias y mezquitas reconstruidas.

Los bulevares, amplios y ridículamente pulcros, ofrecían espacios para niños en triciclos y cafés grandiosos de oferta de pâttiserie francesa servían como encuentro para beirutís vestidas con la última moda que, sin darse cuenta de su presunción, hablaban brincando del árabe, al francés, al inglés. El Museo Nacional había reabierto sus puertas, tras años de disparos y hasta un bombazo aéreo que le arrancó el techo, para recibir a los nuevos turistas occidentales y mostrar las estatuas dejadas por fenicios, griegos y romanos.

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Plaza Nejmeh.
Cortesía: H Assaf 

Contrastando con las libanesas en minifalda, las turistas del Golfo –en burqa oscuro– gastaban de sus petrochequeras en carteras y vestidos en la plétora de nuevas boutiques de lujo que aparecían por la ciudad: Dior, Chanel, Balenciaga, Versace, etc, etc. Es más, muchos extranjeros de la región aprovechaban a Beirut para liberarse del peso inquisitorio de la Sharia en sus países: en una ocasión, rumbeando en los bacanales estrafalarios que son las discotecas de rooftop en Beirut, mis hermanas fueron aproximadas por un guardaespalda que –muy amablemente– les pidió borrar las fotos que acababan de tomarse. En el fondo aparecía una princesa saudita: en minifalda y absolutamente ebria.

Así –noctámbula, borracha de Grey Goose y vestida en lentejuelas– Beirut era ahora una capital hecha discoteca.

Diez años después, ante las mordidas de la guerra civil en la vecina Siria y los juegos de poder de una región despedaza y dividida en el aftermath de la Primavera Árabe, gran parte de los turistas árabes –reconocibles por sus túnicas blancas y burqas negros– se había desvanecido.

El downtown se había convertido, a excepción de sus cafés, en un pueblo fantasma: las boutiques y ciclópeas tiendas por departamento vacías, sin encontrar quién compre tacones Louboutin y carteras Hermès, como los apartamentos del área, diseñados para los ricos del Golfo, ahora inexistentes, y con precios imposibles para una población que cada día tenía menos poder adquisitivo. Afuera de los restaurantes de lujo se congregaban niños sirios a pedir limosna, parte del más de millón de refugiados que ahora se habían mudado a un Líbano sin mucha capacidad para recibirlos. Lo mismo en las discotecas: salen los beirutíes ricos y afuera, con un ramo de flores, esperan los sirios.

Pero Beirut, desafiante siempre, no bajó su cabeza: siguió el zaperoco, la cruda sensualidad, la piel bronceada y la mirada de ojos de lapislázuli.

Ese verano invité a dos amigas venezolanas a pasar unos días en unas cabañas montañosas en nuestro pueblo y el resto en Beirut, la irreverente. Cuando íbamos en el carro de mi papá y pasando por suburbios de casas y edificios en verdes colinas frente al Mediterráneo, nos detuvimos en un local llamado Abu al Arab a comer kaak (un tipo de pan) relleno de queso. Luego, nos sorprendimos cuando Beirut –refulgente en la distancia– se asomaba en su península, como mil edificios blancos y amarillentos, sobre el brillo del mar.

¡Qué ciudad tan hermosamente testaruda y desvergonzada de sí misma, confiada, seductora, deseosa de morderte y romperte las alas como hizo la diosa semita Ishtar con la colorida carraca, su amante ave! ¡Y uno, deseoso de sus mordiscos!

Mis amigas descubrieron a Beirut, princesa y hechicera: los edificios de Ashrafieh, mezcla de estilos italianizados, árabes y otomanos donde los arboles de las casas empujan contra estatuillas románticas en los pórticos; el museo Sursock, una mansión antigua, con sus vitrales de colores y decoración del siglo diecinueve; los atardeceres pasteles de cielo amarillo chocando con el rosado que se alza sobre el mar; la fina arquitectura mixta del Centre Ville con sus cafés y mil tiendas; sus discotecas –Spine, en forma de jaula de luz móvil; Music Hall, con sus shows de música en vivo; o Sky Bar, con cielo abierto, llamas de fuego y enormes pantallas multicolores donde sensuales bailarinas hacen de las suyas en mesas sobre una multitud joven y frenética– y clubes de playa con fiestas de piscina y calor inclemente; Zaatar w Zeit, una cadena de comida rápida libanesa donde comíamos después de cada rumba junto a cientos de jóvenes embriagados; los vendedores de café deambulando en plena madrugada y energizándonos después de las salidas nocturnas o los conciertos de música en árabe con divas de voz sónica animando a la multitud.

“Esta es Beirut, tumultuosa y bulliciosa, destellante y chapoteadora y picante Beirut” decía el periodista James Wooten, de ABC, en 1982: “Sala de conciertos de choque a choque de la música loca del Medio Oriente”. Sí, ciudad destellante y picante que embelesaba a mis amigas con su antigüedad de espíritu joven y frenético: tan cruda como romántica y tan tierna como cruel. Una ciudad violentada pero profundamente enamorada de la paz que lleva una rosa en una mano y una daga en la otra.

¿Cómo no iban a enamorarse de Beirut? Capital del húmedo jardín de las delicias que es el Líbano: una “bella libélula”, en palabras del periodista inglés Robert Fisk, “cuyas alas eran de tal esplendor que la víctima ni siquiera sentía el mordisco en la piel”. Su encanto, y la irritación –muchas veces fatal– de su mordida, han quedado documentados en el río Nahr el-Kalb o río Lycos, como se conocía en la antigüedad, donde los mil y un imperios que han pasado por él –desde los asirios y egipcios faraónicos hasta los franceses e ingleses del siglo XX– han dejado sus estelas y monumentos: lápidas, pues todos han fenecido; destruidos por la irritación de la mordida y por el jardín de las delicias que es el Líbano, eterno e indiferente a sus condenados captores.

Vistiendo traje de baño y máscara, la noticia de la explosión nos sorprendió a mi hermana Damia y a mí en una playa al norte de Miami.

Mi papá, que está en Zgharta, nos mandó un video. La noticia original presumía que era una explosión de poca gravedad que no había cobrado vidas. Pero los videos y reportajes surgieron –ese extraño mini Hiroshima, con nube de hongo incluido, que aconteció en la París del Medio Oriente– y pronto entendimos que, una vez más, Beirut había sido devastada.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: AFP

No fue sólo la devastación del puerto, del que depende gran parte de la economía libanesa, ni de su silo de trigo: también la devastación de la ciudad que conocemos. La explosión, que se sintió hasta en Chipre –a más de 230 kilómetros de Beirut- destruyó vidrios, infraestructura y las fachadas de edificaciones.

Damia empezó a llorar en la playa. Ha llorado ya varias veces en lo que va de día.

Los videos muestran un panorama nuevo de la ciudad de siempre: Mar Mikhael (San Miguel) –la zona hipster, conocida por su movida artística y nocturna– cubierta de polvo, con puertas, balcones y automóviles destruidos. Los edificios del malecón parecieran estar al borde del derrumbe, sus ventanas y balcones vueltos nada, frente a una autopista de carros estrellados.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: Joseph Eid / AFP

Algunas edificaciones se han venido abajo. Centre Ville está recubierta de polvo, con vigas, vidrieras y portones derrumbados, y las boutiques de moda expuestas completamente. Nadie saquea.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: AFP

Vemos a la gente evacuar ABC, un conocido mall high-end en Ashrafieh, con sus tiendas desplomadas y estantes y puestos en el piso. Los souks –antiguos mercados ahora transformados en Zara, Swatch y Virgin Store– devastados. Pienso en la librería Antoine allí, donde suelo comprar mis libros sobre el Líbano. Es la ciudad que conozco bien, los lugares en los que me he movido incontables veces: un video de la explosión es grabado desde Clap, un rooftop lujoso con vista al atardecer donde la gente suele ir a beber y compartir al aire libre. Beirut no fue atacada, pero yace prácticamente destruida.

Llamo a mi papá. Está profundamente triste. Le pregunto si quiere ser entrevistado en un programa de radio de Caracas. Me dice que no. Que no está de humor para nada.

Meses después de mi último verano allí, el país quebró por la ineficacia y corrupción de su jurásica élite política: un corralito, gente comiendo de la basura, hiperinflación. Todo muy familiar. “Sí piensas que no tienes suerte”, dijo en junio el usuario de Twitter, Carl Haddad, “recuerda que hay algunas personas que son libaneses-venezolanos”.

Primero fue Caracas. Ahora es Beirut. Los dos países venidos a menos, con situaciones humanitarias y económicas severas, gobernados por una élite desconectada y profundamente corrupta, con sus ciudadanos sacudidos por el hambre, la desaparición de los ahorros y la pérdida del poder adquisitivo. No es difícil entender por qué mi papá se siente así: la explosión de Beirut no es la torta. Es la velita de la torta.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: AFP

Trato de no pensar mucho en Beirut. Es difícil. Estoy envuelto por una nube profunda de tristeza y desolación emocional: ¿No era suficiente con la crisis y la pandemia? ¿Necesitamos más de esto? ¿Beirut, de entre todas las ciudades del mundo?

Mi hermana se levanta de la silla y camina por la arena, hablando con mi papá por teléfono: “No papi, yo no creo que Dios castigue así”, le dice.

Empiezan las teorías de conspiración y las especulaciones: no fue pirotecnia y nitrato de amonio, fue Israel. No, fue para evitar el juicio al Primer Ministro. Todos parecen conectados con la Mossad, la KGB y la CIA. Hay tres mil heridos hasta ahora. Pienso en las posibles heridas internas. Decenas de muertos. Desaparecidos. Un video me pone los pelos de punta: un carro medio aplastado en medio del caos. Dentro, el cadáver de una mujer joven y su cráneo, ensangrentado, aplastado como una fruta.

Es una cuestión apocalíptica: de golpe, Beirut se ha desplomado. Pienso en escenas de la ciencia ficción: Neo-Tokio en «Akira», o la Nueva York de la serie «Watchmen».

Mi hermana mayor me manda fotos de la casa de uno de sus amigos de Beirut: las ventanas estallaron, mil vidrios en la cama, algunos muebles rotos, una pintura desgarrada y las cortinas amarradas en la destrucción de la ventana. Hay pisadas en sangre. Su amigo está sangrando, lleno de sangre como la gente roja que cruza la Beirut llena de polvo que veo en Al Jazeerah. Es el momento para lanzarnos al vacío de la desolación: al foso negro que succiona las esperanzas. La tensión política e internacional, la pandemia, la mega-crisis y ahora esto.

O quizás no. Quizás lo único que debería irse por el foso negro es la clase política del Líbano; gritarles “no esperes que Fairuz cante para ti” –como decía el narrador de un documental de los noventa– “para que así puedas olvidar las cosas que has destruido”.

Entre las lágrimas y el desmantelamiento literal de la Beirut que conozco queda preguntarse: ¿es este el final de Beirut? ¡Qué va! Beirut, Beirut, Beirut: el nido de un fénix que se rehace siempre desde las cenizas de su destrucción. Una ciudad que se construye a sí misma sobre su propio esqueleto, sembrando flores en los huecos de sus vértebras desmembradas, y dominada por una feroz energía creativa y redentora que promete hacerla ciudad siempre: Beirut, nada antes de ti y nada después de ti. Desaparecieron Babilonia, Assur y Nínive –ciudades impetuosas que alguna vez juraron conquistarte– y tú, juguetonamente cruel, te reíste (y te ríes) de sus tumbas.

Hoy veo tus hospitales colapsados y la gente ensangrentada atendida en las calles. Hoy lloro por ti, esperando la ayuda humanitaria –tan necesaria– que otros países prometieron: pero hoy no me desespero ni me rindo.

Beirut, la irreverente: ¿por qué no empezamos? - Tony Frangie Mawad
Cortesía: El Estímulo

¿Cómo no vas a revivir, si en ti copulan promiscuamente Occidente y el Oriente? ¿Si en ti, los marginados, los incomprendidos y los libres pensadores, siempre han buscado refugio? Tú, que has sido oasis de una veintena de religiones y cultos que pelean y comparten en tus calles; tú, que fuiste capital de Al-Nahda –el renacimiento escrito de la lengua árabe tras siglos de hegemonía turca-, tú, que publicaste Lolita en árabe mientras tus vecinos censuraban lo impuro; tú, que produjiste cine armenio mientras Stalin pisaba a su madre patria; tú, que recibiste a los armenios, permitiste a drusos y chiitas, le diste hogar a sunitas y cristianos, jamás expulsaste a los judíos y chocaste a la microfalda con el chador.

Tú, que hoy escandalizas a tus vecinos con tus tragos alcohólicos, tu prensa libre, el liberalismo sexual de tu gente y tus mujeres en bikini. Ciudad inmortal e indomable: bien dice el folklore libanés que Beirut ha sido destruida, y reconstruida, siete veces, el número divino. Ciudad que, cual cedro alzándose sobre cauchos en fuego, promete hacer realidad el eslogan que siempre han recitado sus habitantes: Beirut ma bitmout (Beirut no muere).

Es por eso que –aunque demolida, aplastada por nuevos escombros y asfixiada por nubarrones de tierra y nitrato de amonio– la matriz de energía dinámica, eufórica y profundamente libre de Beirut pujará impetuosamente entre las grietas de las ruinas para limpiar la sangre y las lágrimas y rearmar a aquella ciudad de la eterna juventud.

Todavía estoy enamorado de ti: oh Beirut, la justa; Beirut la, injusta, Beirut del terror; Beirut, la luchadora y la poeta”, recitaba el poeta sirio Nizar Qabbani, cuya esposa falleció en el atentado a la embajada de Irak durante la guerra civil: “Todavía te amo, Beirut, la amante. Beirut, la masacrada de vena a vena. Todavía te amo, a pesar de la locura de la humanidad. Todavía te amo, oh Beirut: ¿Por qué no empezamos?

 

 

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