Las bibliotecas viven – Juan Carlos Botero

Publicado en: El Espectador

Por: Juan Carlos Botero

Cada uno les asigna a sus objetos un valor y un sentido. Para unos su auto refleja su estatus social. Para otras sus joyas cumplen la misma función. Para aquella su ropa viste su cuerpo y a la vez comunica su gusto y su estilo. Y para aquel su casa no es sólo su residencia sino el hogar en donde vive su familia, y tiene todos los atributos de un recinto sagrado.

Por eso no juzgo a quienes consideran su biblioteca un objeto inerte. Sólo declaro que para mí es un organismo vivo, como la calle de un pueblo en fiesta, con su algarabía de historias y personajes que dialogan sin cesar. A veces, incluso, cuando de noche entro sin aviso en mi biblioteca, percibo un silencio repentino, como cuando uno ingresa en una cantina peligrosa y los maleantes callan y te miran atentos, pendientes de quién eres. Y sólo cuando te reconocen retoman la charla y siguen bebiendo, te ofrecen un trago y te abrazan como uno de los suyos. Otro miembro de la banda. Un cómplice.

En esas noches, si tomo asiento en la oscuridad, escucho voces y recuerdo historias que comienzan y terminan y vuelven a empezar. En un anaquel Raskólnikov empuña el hacha. Anna Karénina asiste a una carrera de caballos. Kurtz, aterrado, murmura: “¡El horror! ¡El horror!”. Odiseo, astuto, le dice al cíclope que su nombre es Nadie. Tom Sawyer trama su treta para que Ben le pinte la cerca. Jay Gatsby contempla una remota luz verde. Un pescador remolca su Marlin a la aldea cuando ataca el primer tiburón. Un niño, atónito, ve al gran oso que se yergue sobre las patas, gigantesco y colosal. Karen Blixen evoca su granja en África. Colón mira atrás y ya no distingue la costa española. Lucas Corso bebe y lee. Y Pedro Páramo se desmorona como un montón de piedras.

Los oigo y los veo. Imagino a Justine en el bullicio de Alejandría. Emma Bovary siente que el veneno le quema las entrañas. Santiago Nasar no entiende un carajo y los hermanos Vicario afilan los cuchillos. José Arcadio Buendía, temblando de fiebre, declara que la Tierra es redonda como una naranja. Gregorio Samsa, perplejo, observa el torpe movimiento de sus patas de insecto. Leopold Bloom camina. Hamlet duda. Lear delira y brama en la tormenta. Romeo y Julieta se rozan las palmas de las manos. Tres brujas barbudas se dirigen a Macbeth. César cae. Proust recuerda. Sócrates dialoga. Aristóteles piensa. Marx analiza. Cristo agoniza. Newton descifra el universo. Josef K. es arrestado sin saber por qué. Don Quijote lancea gigantes que giran. El emperador Adriano le pide a su alma que ingresen en la muerte con los ojos abiertos. Clarissa Dalloway compra flores para la cena. Borges concibe el infinito y lo resume en una imagen. El coronel comprueba que sólo queda una cucharadita de café. Sophie decide. Freud ilumina el inconsciente. Aquiles divisa las torres de Troya. Alejandra Vidal prefiere quemarse viva. Molly Bloom dice: Sí, sí, sí.

Me levanto en silencio y salgo de la biblioteca. Pero al cruzar el umbral intuyo voces e historias que se reanudan. Entro en mi dormitorio y pongo la cabeza en la almohada, y antes de cerrar los ojos agradezco la generosidad de los libros, porque basta el deseo y abrir un volumen para que ellos, sin excepción, ofrezcan sus tesoros, sus relatos y su sabiduría.

Sé que mañana lo harán de nuevo. Y cada vez que uno quiera.

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