Ningún hecho, por pequeño que parezca, es insignificante
Publicado en: ABC
Por: Karina Sainz Borgo
Hace unas semanas, un grupo de amigos españoles me dijo que viajaría a Israel para participar en un proyecto artístico que reúne a palestinos e israelíes. Celebré la
noticia, por supuesto, pero una nube de paranoia cruzó mi mente. Netanyahu había recrudecido el ataque armado a los civiles en Gaza y una creciente consternación internacional condenaba de forma unánime los desmanes del primer ministro israelí. Me preocupé aún más. Alerté a mis amigos sobre la pertinencia de aquel viaje. Ellos disiparon mis temores haciéndome ver que nada malo podría pasar. Que se trataba de un proyecto para la paz. Que nada malo podría ocurrir. Consciente de que las ciudades a las que viajarían estaban muy poco expuestas a un ataque de cualquier tipo, aparqué el miedo y lo puse en remojo unos días. El resultado fue exactamente el contrario: mis temores se hincharon como un pan. Escribí a varios corresponsales en Oriente Medio. Todos me contestaron, más o menos, con el mismo mensaje: excepto un improbable misil desde Yemen, ninguna de las zonas que yo les había descrito suponían peligro objetivo alguno. Y entonces pasó lo que pasó. La madrugada de este jueves, justo después de que mis amigos completaran con éxito su participación en el festival en Israel, y ya embarcados de vuelta, leí con consternación el ataque que Benjamin Netanyahu ordenó contra objetivos relacionados con el programa nuclear de Irán. El tiempo de vuelo de cada uno de los artistas con los que me había comunicado se hizo eterno. Poco menos de cuarenta y ocho horas después, en respuesta a Israel, cayeron bombas iraníes sobre Tel Aviv como represalia por el ataque. Me comuniqué con mis amigos, otra vez. Después de hacerme saber que se encontraban a salvo, manifestaron su sorpresa sobre cómo mi temor irracional había cobrado forma. No atribuyo relación de causa efecto alguna entre mis temores y la realidad. Sin embargo, esta semana entendí lo que hace mucho poseo como una certeza: quien ha crecido educado en la violencia y el desmán, todos aquellos que hemos sufrido la irracionalidad de la que se vuelven presa los liderazgos más obcecados, todos los triturados por causas superiores, somos capaces de prever la desgracia. Estamos entrenados en la desconfianza y en el miedo.
noticia, por supuesto, pero una nube de paranoia cruzó mi mente. Netanyahu había recrudecido el ataque armado a los civiles en Gaza y una creciente consternación internacional condenaba de forma unánime los desmanes del primer ministro israelí. Me preocupé aún más. Alerté a mis amigos sobre la pertinencia de aquel viaje. Ellos disiparon mis temores haciéndome ver que nada malo podría pasar. Que se trataba de un proyecto para la paz. Que nada malo podría ocurrir. Consciente de que las ciudades a las que viajarían estaban muy poco expuestas a un ataque de cualquier tipo, aparqué el miedo y lo puse en remojo unos días. El resultado fue exactamente el contrario: mis temores se hincharon como un pan. Escribí a varios corresponsales en Oriente Medio. Todos me contestaron, más o menos, con el mismo mensaje: excepto un improbable misil desde Yemen, ninguna de las zonas que yo les había descrito suponían peligro objetivo alguno. Y entonces pasó lo que pasó. La madrugada de este jueves, justo después de que mis amigos completaran con éxito su participación en el festival en Israel, y ya embarcados de vuelta, leí con consternación el ataque que Benjamin Netanyahu ordenó contra objetivos relacionados con el programa nuclear de Irán. El tiempo de vuelo de cada uno de los artistas con los que me había comunicado se hizo eterno. Poco menos de cuarenta y ocho horas después, en respuesta a Israel, cayeron bombas iraníes sobre Tel Aviv como represalia por el ataque. Me comuniqué con mis amigos, otra vez. Después de hacerme saber que se encontraban a salvo, manifestaron su sorpresa sobre cómo mi temor irracional había cobrado forma. No atribuyo relación de causa efecto alguna entre mis temores y la realidad. Sin embargo, esta semana entendí lo que hace mucho poseo como una certeza: quien ha crecido educado en la violencia y el desmán, todos aquellos que hemos sufrido la irracionalidad de la que se vuelven presa los liderazgos más obcecados, todos los triturados por causas superiores, somos capaces de prever la desgracia. Estamos entrenados en la desconfianza y en el miedo.
Olemos los depredadores a kilómetros de distancia, porque nosotros mismos hemos sido presa.
Desde que salí de mi país, no ha transcurrido un día en el que no me haya dedicado a leer y documentarme sobre los desmanes del poder. Desde los pogromos rusos en Europa o las líneas más desgarradoras de Primo Levi y Paul Celán hasta los libros de Aleksiévich, Ulitskaya o Kurkov. Estoy entrenada en la demolición. La conozco. Ningún hecho, por pequeño que parezca, me resulta insignificante. Ahí donde una sociedad ha dejado de entenderse, en ese momento justo en el que nuestras nominaciones se vuelven irreconciliables y un mesías predica sin cuartel, huelo la debacle como las leonas a las gacelas.
Conviene mantenernos alerta. Los tiranos andan sueltos. Ningún lugar está salvo.