Cayetana Álvarez de Toledo recuerda la implicación del Nobel de Literatura en la manifestación de Sociedad Civil Catalana en Barcelona en octubre de 2017
Publicado en: El Mundo
Por: Cayetana Álvarez de Toledo
El martes 3 de octubre de 2017, a media mañana, con el corazón encogido y la palabra atropellada, lo llamé: «¡Querido Mario, te necesitamos! Sociedad Civil Catalana ha convocado una manifestación contra el golpe separatista. Será este sábado en Barcelona y es absolutamente imprescindible que intervengas. Tenemos que desmontar el falso relato que va imponiéndose gracias a la perfidia de unos y la cobardía de otros. Ya sabes: «España, Estado fascista y represor». Sólo tú puedes hacerlo con eficacia. Sólo tú puedes lograr que la verdad se abra paso, aquí y en el extranjero. Por favor, te lo ruego, di que sí.» Y Mario dijo sí.
Podría no haberlo hecho. Primero, porque aquel mismo sábado estaba previsto que recibiera un importante premio en Moscú: billetes emitidos, medios convocados, anfitriones esperando. Y luego por interés. Como tantos otros presuntos referentes del constitucionalismo, que ni ese día ni otros dieron la cara: «porque yo soy un lobo solitario» o «porque también van fulano y mengano». La debilidad democrática española es el reflejo de una triste lógica de trincheras y de una radical desconfianza en el individuo. Cuando se confía en el individuo —y Mario confiaba en los demás como confiaba en sí mismo—lo que importa es la causa, no la compañía.
Quedamos a las 8 en Atocha. Las tortugas del estanque tropical de Moneo todavía dormían, apiladas como juguetes en la habitación de un niño, mientras los andenes se llenaban de españoles con banderas. Mario llegó solo, sin la parafernalia que suele acompañar a los grandes hombres -y también a muchos mediocres-. Nos sentamos en el AVE, frente a frente. Conversamos un rato. Comentamos los periódicos. Mario derrochó simpatía y amabilidad con todos cuantos vinieron a saludarle. Hasta que, pasado Zaragoza, vi cómo sacaba de una carpeta unos folios mecanografiados y empezaba a leerlos. Lentamente, en voz baja, moviendo los labios, interiorizando cada párrafo. Como Churchill, otro orador prodigioso que no improvisaba y que, como
él, se distinguió por su capacidad para movilizar el lenguaje al servicio de la libertad. Esperé que acabara y le pregunté si estaba nervioso. Se le iluminó la cara y me contestó: «¡Hace 20 años que no doy un mitin!» Y qué mitin dio.
En el discurso de Mario Vargas Llosa, el 8 de octubre de 2017 en Barcelona, asoman las tres virtudes cívicas de este gigante moral, que son también las de la civilización: el compromiso con la libertad, la defensa de la igualdad y la práctica ejemplar de la fraternidad. Ya sin papeles, con el pelo revuelto por el viento, con la fuerza de los liderazgos excepcionales, con el verbo limpio —exento de demagogia y, sin embargo, cargado de emoción— Mario se dirigió a los manifestantes como adultos.
Combinó el afecto con el emplazamiento. No les mandó callar por reclamar la prisión para Puigdemont. Eso hubiera sido injusto, y condescendiente, y rematadamente cursi. Comprendió la angustia de quienes llevaban décadas marginados, y que ahora, encima, se veían convertidos en extranjeros por sus propios vecinos, y la encauzó hacia un objetivo útil y necesario: la defensa de una Cataluña tolerante, integradora, efervescente y democrática, centro de la España constitucional. La que él había conocido en los años 70, antes de que el nacionalismo la sepultara bajo una costra de tribalismo y xenofobia. Mario, un liberal esencial y uno de los intelectuales que con más potencia y perseverancia han desmontado el mito del nacionalismo periférico en España. Ni democrático ni mucho menos moderado: un atavismo destructivo.
Aquel día, entre los manifestantes que ovacionaban a Mario, había también españoles de izquierdas. De la izquierda ilustrada, la que no se ha dejado arrastrar por la marea reaccionaria de la identidad. La que todavía antepone la Ciencia a los sentimientos y abjura de cualquier forma de discriminación. Algunos quedan en España: verdaderos progresistas, intelectual y políticamente huérfanos, para los que Mario también era un referente por su vibrante defensa de la igualdad ante la ley. Y él les tendía la mano de forma natural, casi inconsciente, por pura humanidad. Sí, por encima de todo -incluso por encima de la literatura, que fue su gozo y su gloria— Mario fue un hombre fraterno. Y en esa cualidad cabía un mundo. Literalmente. Para empezar, cabía España, cuya Constitución defendió con pasión indeclinable, precisamente por encarnar la reconciliación entre los distintos y la ciudadanía como una forma de hermandad. Hermanos no de raza, no de sangre. Hermanos en la Historia y en la Cultura, claro. Pero, sobre todo, hermanos en la Ley. Y luego cabía Occidente, una comunidad no geográfica, pero sí moral. Nadie ha denunciado tan brava y brillantemente el racismo visceral de tantos europeos que predican para América Latina lo que jamás aceptarían para sí mismos: la cárcel cubana, la tumba venezolana. Y pocos han sido tan coherentes en su defensa de la democracia frente al péndulo populista, del separatismo woke al separatismo MAGA. Mario no conocía el sectarismo ni sucumbió a la polarización. Fue un ejemplo de cordialidad en un mundo de matones.
Cuando en España convergen dos crisis -la del orden liberal global fundado en 1945 con la del orden constitucional pactado en 1978—, cuando más falta nos hacen su liderazgo y su aliento, la muerte se lo ha llevado. Y, sin embargo, sus lecciones permanecen. Frente al repliegue identitario, coraje liberal. Contra los déspotas de todo signo, militancia democrática. Ante los estragos del cainismo, la defensa lúcida y emocionante del bien común. El orden liberal será refundado, en España y más allá. Y el legado de Vargas Llosa brillará como una antorcha, que pasaremos de generación en generación con la consigna de que no se extinga jamás.
Mario ha muerto. Su optimismo vive.