La ideología estrafalaria - Carlos Raúl Hernández

Con el debido respeto… – Carlos Raúl Hernández

Publicado en: El Universal

Por: Carlos Raúl Hernández

EEUU y Canadá son altamente desarrollados, pero fueron colonias igual que Argentina, que entre 1853 y 1946 fue también potencia mundial. Y aunque el odio patológico contra Colón y España, la leyenda negra, no fuera síntoma de merma mental, la revolución de independencia fue la oportunidad para cambiar la historia. En EEUU, cinco o seis hombres extraordinarios dirigidos por un titán y anti caudillo, George Washington, lo hicieron con la Constitución de 1787, una de las obras de ingeniería política más compleja y dificultosa de la historia moderna. Fue un inédito, sorprendente y temerario modelo político que se pensaba, sucumbiría muy pronto. Estados Unidos tuvo una sola guerra civil, gran matanza para liberar los esclavos, con la que consolidó la unidad nacional, emprendió la ocupación del espacio continental de costa a costa, con la idea del Destino Manifiesto y arranca la Revolución Industrial. En diametral diferencia, desde la independencia, Hispanoamérica entra en crónica violencia, se desintegran los virreinatos y vienen cien años de guerritas y dictaduras militares.

Bolívar, Rosas, Francia, Monteagudo, Castelli decenas de caudillos militares y amanuenses civiles, le dan otro destino opuesto al Norte. No fue así en Argentina gracias al cisma de Alberdi con el militarismo en 1853, ni en Chile que se estabilizó a partir de 1833. Comparar figuras de épocas diferentes, por ejemplo, Eisenhower y Julio César, puede ser un ejercicio entretenido e interesante. En computadora simularon un combate entre Cassius Clay y Rocky Marciano para saber quién fue “el más grande”. Pero como la técnica y los conocimientos dan ventajas a la última generación, parece mucho más práctico Plutarco con sus vidas paralelas: contrastar personajes de momentos cercanos. Así podemos carearlos con relativa justicia. Hoy día tenemos certeza que Shakespeare es superior a Marlowe, Neruda a Juan Larrea y Churchill la estrella de su época. Valdría la pena analizar a George Washington y Simón Bolívar, líderes de revoluciones de la Ilustración.

En El federalista, creado por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay en el debate para elaborar la constitución, dice que “la separación de poderes es el mejor avance hacia la perfección en los tiempos modernos” y denomina “abogados del despotismo” a los que pedían centralismo y mano dura contra la inestabilidad de la república en su comienzo. Hamilton con fe política incondicional en “las virtudes del pueblo” diseña “la regular distribución del poder…el balance y chequeo legislativo…la representación del pueblo en la legislatura por diputados de su elección…”. Del otro lado, Bolívar en Cartagena 1812 atribuye su catástrofe personal en la Primera República a no haber fusilado suficiente y a tiempo: “la fatal adopción del sistema tolerante… improbado como débil e ineficaz” y al error de “hacer por la fuerza libres pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos”.

“La república se perdió «por seguir las máximas exageradas de los derechos del hombre… junto a… elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes moradores de las ciudades…unos… tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente y otros tan ambiciosos que lo convierten todo en facción”. Por siglo y medio se ha rendido culto a estas “teorías” ¿Qué tienen de raro entonces nuestros resultados? Washington fue lo más distante a un charlatán y ni siquiera quiso tomar la palabra en la Convención de Filadelfia que aprobó la constitución, presidida por él. Habló cinco minutos en la clausura, para no inclinar la balanza en el debate. Desayunaba con los delegados para desmontar bombas de tiempo que amenazaban el experimento republicano. Entre ellos, que el sistema de representación conducía a que, en el futuro congreso, estados grandes como Virginia, aplastarían en número de parlamentarios a los pequeños como Rhode Island, que no estaban dispuestos a aceptarlo. Entiende la gravedad y se dedica a conciliar, nunca a amenazar, sobre el sistema federal de nuevo tipo, y la convivencia equilibrada de estados pequeños, su autonomía y la libertad individual.. De esos desayuno viene la anécdota que usó para explicar el papel equilibrador del senado, Vertió el café de la tasa al platillo Y comentó «las decisiones de los representantes vienen calientes y el senado las enfría».

Y logró el milagro con el “Gran Compromiso”, crear una cámara federal, el senado, que en primer lugar, dominará la otra, formada por miembros de edad adulta por plazos mayores que los representantes y en la que los estados tendrían el mismo número de miembros. Así se originó la Constitución escrita más longeva del mundo moderno, obra maestra en los aportes clásicos a la teoría política. Por estas latitudes, Bolívar analiza su fracaso inicial, la Primera República en 1812, con sociologismos y gran elocuencia en el Manifiesto de Cartagena, pero principalmente con mentalidad militar. Las causas del descalabro, a su juicio: debilidad del gobierno patriota, vacilación para aplastar al enemigo, adversidades creadas por “exceso” de libertad, y “el federalismo” de la Constitución del 21 de diciembre de 1811. Una obra de ficción. Las provincias, Cumana, Guayana, Maracaibo y Margarita, carecieron de autonomía ya desde la creación de la Capitanía General en 1777, a diferencia de Norteamérica, donde las trece excolonias estuvieron a un paso de hacerse repúblicas independientes y las conjuga la Constitución. En estas latitudes, la “federal” de 1811 nunca entró en vigencia y por eso sus atribuciones no existían ni en el papel.

Apenas a cuatro meses de aprobada, el 4 de abril de 1812, el Congreso renuncia a sus funciones y la suspende. Nombra a Miranda Dictador Absoluto, amo de la vida y la muerte. “No consultéis más que a la suprema ley de salvar la patria” en extrema adulancia aterrada, con la potestad de designar los comandantes militares, facultados para ajusticiamientos sumarios. La constitución, la libertad y el federalismo murieron sin nacer. Con sorna por las potestades de Miranda, los realistas asaltan y toman la plaza de Puerto Cabello mientras su comandante, Bolívar, jugaba cartas, dominó o cosas mucho más gratas. Ese catastrófico fracaso político militar, y los errores de Miranda, explican el fin de la república. En una de las situaciones complejas de su vida, acusa a Miranda de traidor, quita del medio al jefe, lo mancha históricamente, lo entrega a los peninsulares y en la operación obtiene un pasaporte español. Y para desviar la atención de semejante operativo y quitarse responsabilidades, nada mejor que redactar un tratado: el Manifiesto de Cartagena (1812) con el que el águila vuela sobre las causas “profundas”, el federalismo y los excesos de la libertad.

Pero la derrota de la República no era la blandenguería sino falta de apoyo popular, el desprecio mutuo entre la gente y los líderes. El asunto era resolver eso y no soltar a la calle la bestia del terrorismo en degollinas masivas que hacían a la población mucho más hostil, ni implantar la hegemonía militar con puño de hierro, como lo hacen. La fatuidad del documento de Cartagena la demuestra que Boves vuelve a aplastar a los patriotas y a la Segunda República en plena efervescencia del terror de la Guerra a Muerte (1813) “inspirada” en el, “programa” del caudillo Antonio Nicolás “el Diablo” Briceño. Boves se limpia las botas con el terror patriota, aplicando el suyo propio. En 1814, año de su muerte en la batalla de Urica, ahoga en sangre la Segunda República gracias a una consigna de enorme tino y poder de movilización: que los patriotas crearían “una república de blancos”. Bolívar sólo saldrá de la racha de derrotas años después, cuando aprende a cambiar su relación con el pueblo llano que tanto despreciaba (“estúpidos”, incapaces para la libertad, hijos de tres estirpes enfermas”), gracias a José Antonio Páez, quien, por su liderazgo popular, su aceptación por la masa “estúpida”, es capaz de juntar fuerzas para la guerra de liberación nacional. El desprecio por la libertad, la federación, la gente y la civilidad, podría ayudarnos a entender por qué América Latina es un paraíso de energúmenos.

 

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