Por: Leonardo Padrón
El empleado de la bomba de gasolina, mientras alimenta mi vehículo, ve la foto que tomo con la cámara del celular. Un Ávila imponente copa la pantalla. «Tremenda foto, chamo». Yo le digo que la tiene justo atrás. Voltea y, como si estrenara la ciudad, se sorprende ante la montaña: «Oye, ¡a mí se me había olvidado que estaba ahí!». La costumbre vuelve invisible a la belleza.
***Estoy en la frontera entre dos municipios. Allí donde estaba el cine Broadway, pasan ahora una sola función llamada Jesucristo es el señor. Un hervidero de jóvenes religiosos inunda el lugar.
Siempre me he preguntado si realmente paran de sufrir.
Una buhonera, bajo un sol chillón, se protege con una sombrilla marchita. Un cartelito anuncia su mercancía: «Reglamentos. Leyes. Constitución». La gente sigue de largo. ¿Estará informada de que lo que vende está en desuso? En una esquina famosa por ser -antiguamente- el punto equidistante de dos ilustres burdeles, reina una gigantesca vitrina atestada de sostenes. Es llamativo: murieron los burdeles, quedaron los sostenes. Se trata de El Palacio del Blumer, la tienda de ropa íntima femenina que ostenta el nombre más desparpajado y altisonante del país. A un costado de la entrada, una buhonera confronta su oferta contra el monstruo a sus espaldas. Al instante, vende un top y dos prendas interiores. Se santigua con el dinero y lo guarda en el entreseno. Extrae el breve amasijo de billetes y repite la señal de la cruz. Le pregunto por qué otra vez: «Es mi primera venta del día. Para que me vaya bien». Atrás, el Palacio, aun vacío, espera por sus clientes.
*** Entre Chacaíto y Sabana Grande hay un tesoro clandestino que sobrevivió a los manotazos del tiempo. Tiene un título ampuloso: La Gran Pulpería del Libro Venezolano. Nunca mejor puesto un nombre. La entrada es un camuflaje. Una puerta estrecha -inadvertida por los que caminan sin mirar- te introduce a un muy largo pasillo, atiborrado de títulos añejos, sombreros de mariachi, monedas antiguas y puñales. Lo que viene es el abismo. La perplejidad. La bienvenida al mayor laberinto de libros que se pueda concebir. Es como otra ciudad. Tiene pasillos que no terminan, rutas inesperadas. Para ubicarte, las letras del alfabeto le dan nombre a cada pasaje. Te puedes perder. No es chiste. Hay flechas, a cada tanto, que indican una posible ruta de salida. A veces, la soledad te sobrecoge. Consigo en un recoveco umbrío a una empleada ordenando unos libros. Bien podría ser un espectro. Le pregunto cuántos ejemplares hay en esa desmesura. «Más de tres millones de libros», me dice. No queda otro rictus que el asombro. «¿Dónde queda la poesía?». Prefiere llevarme. Voy tras ella, cruzamos, otra vez a la derecha, un requiebro, dos filas más, una esquina, vamos andando, no se me pierda. Y allí me deja. En ese boscaje de madera escrita, lleno de joyas y ácaros. Por un instante, soy insobornablemente feliz.
*** Desando el boulevard de Sabana Grande. En una sola cuadra cuento 11 zapaterías. ¿Hay pies para tantos zapatos? Más allá me consigo a la junta directiva del Imperio: 4 personas visten la piel de Mickey, su aburrida Minnie, Donald, el pato intraducible y Tribilín. Me topo con una venta de comida, Golfeados de Antes, una certificación de que ya nada es igual. Dos cuadras más allá, hay otra llamada Golfeados de Antaño. La nostalgia también es una competencia. Una célebre bocacalle anida a un grupo de artesanos que escriben tu nombre en un grano de arroz mientras te venden pulseras de cuero. Tienen, como debe ser, la estampa de quien acaba de llegar de un potrero alucinógeno y merideño. A uno de ellos le pregunto si el callejón aún preserva su apodo. «Le pusieron el nombre del Chino Valera Mora, pero la gente le sigue diciendo el Callejón de la Puñalada». Obviamente, el poeta merece una calle con su nombre, y debe ser allí, en los remanentes de la República del Este. Pero, hay que reconocerlo, el apodo de la callejuela es magnífico en su sordidez.
*** En el boulevard me sorprende una estatua de Reverón a ras del suelo. Más allá, cuatro niños en bronce simulan jugar metras. Una libélula que es una escultura. Aparatos que invitan a los menores a jugar. Un panorama plácido y ya sin buhoneros. Publico una foto en el Twitter. Un fundamentalista de la red social me ataca con sarcasmo. Muchos aún no entienden que dialogar es también saber celebrar los méritos del otro. Ya quisiera yo poder aplaudir todos los días una gestión de gobierno. Sin importarme la ideología que lo sustente. Hubiera codiciado no tener que gastar una línea de tinta mencionando la estafa de una palabra que en mi primera juventud invoqué con entusiasmo: revolución. Quisiera no agobiar mi talante oyendo cuentos interminables sobre la corrupción que sofoca al país. No conocer los relatos de náusea sobre truhanes que se postulan como hijos de Lenin y Trotsky. Ni la impunidad que reina sobre tanto millonario repentino. Desearía no leer en la prensa una crónica roja tan profusa en caídos y dolientes. Preferiría deambular en un territorio sin excluidos de ninguna índole.
Olvidar aquella barbaridad dicha por el comandante Galáctico: «El que no es chavista no es venezolano».Ojalá no dijeran «patria» cada 10 minutos, burlándola cada media hora. Que no prostituyeran tanto la insigne palabrita. Que no fanfarronearan más y trabajaran mejor.
Sí, paseas Sabana Grande y alguien allí lo ha hecho bien. ¿Por qué no decirlo? Pdvsa La Estancia ha cumplido. Aunque también vale el comentario: a Sabana Grande le falta la bohemia que alguna vez la animó; le faltan escritores y poetas vehementes en sus bocacalles; le faltan cafés al aire libre; sitios para la tertulia (y no esa intoxicación olímpica de zapaterías); librerías que puedan cerrar a las 10:00 pm; galerías de arte que subviertan el canon; músicos en los postes y en las despedidas del alcohol; le falta ciudad, alma, trashumancia.
*** En una librería no todo el que está detrás de un mostrador es un librero. Menos si en el local hay una sospechosa abundancia de papelería. Aprovecho para chequear si la editorial Planeta les ha hecho llegar mi libro de crónicas. «¿Tiene Kilómetro Cero?». La vendedora se me queda viendo, como pensando, como haciendo un inventario rápido, y entonces me lo suelta: «Kilométrico me queda solo del negro». Bueno. Me compré dos lapiceros. Siempre hacen falta.
*** Una hora después, el boulevard se llena de gente. El reguetón sale de las tiendas como una mancha pringosa. Me topo con el edificio que anidaba una oficina donde tantas escenas escribí con Salvador Garmendia y Miyó Vestrini para RCTV. Ni el rey de los pequeños seres, ni la poeta atormentada, ni el canal más popular del país existen ya. El pasado siempre tiene demasiada hambre.
Se lo traga todo.
*** «Se le agradece estar pendiente de sus pertenencias». Así aconseja, con pasmosa sinceridad, un letrero en una tienda de ropa.
Conmueve la franqueza del dueño del local. Un cartel que, sin duda, resume cómo andamos. Me pregunto si la misma honestidad la tendrá el ministro de Turismo con todo extranjero que visite el país. Una lista de lugares inseguros, eso prometió a los turistas hace poco. Que nos diga a nosotros, los venezolanos, una lista de sitios donde la inseguridad ha sido vencida por la revolución. Nos apetece, nos urge el secreto, señor ministro.
*** El país también es un boulevard.
Razones diversas me hacen trajinar de uno a otro lado del mapa.
Una pregunta se repite en cada lugar. Me la hace el piloto del avión al verme subir por la escalerilla, espoleándome hacia un rápido cónclave en la cabina de mandos. Voy a quedarme sin espacio para colocar mi equipaje de mano. Pero ya el copiloto me extiende la misma pregunta: «¿Qué va a pasar?». Intento sonreír.
En Maturín, mi familia -legendaria por sus carcajadas- me interpela en mitad de una parrilla. «¿Y entonces, primo, qué va a pasar?». Un fragmento de casabe se me atasca en la respuesta.
Me lo pregunta, en una calle de Chuao, el hombre jubilado del servicio diplomático que me relata el culto a la negligencia que es hoy nuestro servicio exterior. «¿Qué vamos a hacer?».
En Acarigua, una señora que apura su trago, me inquiere: «¿Usted qué cree? Díganos, señor Padrón».
«¿Qué coño va a pasar con este país?», me lo pregunta el taxista, en el colmo de un semáforo, a las 5:00 am.
Todos, con economía de adjetivos, con virulencia en el tono, con fogaje en el aliento.
Me lo pregunta el espejo.
Y yo me quedo boqueando un silencio que parece humo y plegaria y ya va que no sé qué decir. Demasiada gente con la misma interrogante. Y esa afonía que sobreviene. Esa espesura en la mirada. Ese optimismo en la llovizna.
«¿Qué va a pasar?», me insiste un vendedor de girasoles en Sabana Grande.
Hay una monumental nostalgia de futuro.
El país es un boulevard donde reina una sola pregunta.