La agresividad no es sólo una táctica; es un lenguaje, una forma de gobernar, una herramienta de control. En el caso del régimen de Nicolás Maduro, esta agresividad se ha convertido en el eje central de su estrategia para mantenerse en el poder, a pesar del descontento generalizado y el colapso de las instituciones democráticas en Venezuela. Lo de Maduro no es un problema político; es psicopatológico.
Esta agresividad se manifiesta en múltiples frentes. Está en el discurso, cargado de amenazas, descalificaciones y un tono vulgar que busca asustar, dividir y polarizar. Está en las acciones, desde la represión violenta de cualquier tipo de manifestaciones hasta el encarcelamiento de opositores y la persecución de voces críticas. Está en la economía, donde las políticas erráticas y el control absoluto han llevado a millones a la pobreza extrema, mientras una élite privilegiada se enriquece sin escrúpulos.
Pero, ¿por qué esta agresividad? Porque siempre el miedo es un arma poderosa. Un régimen que no tiene legitimidad democrática necesita sembrar el temor para desarticular cualquier intento de resistencia. La agresividad, en este contexto, no es un modo de gobernar, es una forma de supervivencia política.
Claro está, esta estrategia tiene un costo. La agresividad no sólo destruye a quienes la sufren, sino también a quienes la ejercen. Un régimen que gobierna a través del miedo y la violencia se vuelve adicto a la violencia, se aísla, se debilita internamente, se convierte en una estructura frágil que depende de la lealtad forzada y no del apoyo genuino.
La agresividad no es sólo una herramienta de control, sino también un reflejo de un sistema que se tambalea, que necesita recurrir al miedo y a la violencia para sostenerse. Es un régimen que se quedó sin argumentos.
En el ámbito político, esta agresividad se traduce en la eliminación sistemática de la oposición. Líderes encarcelados o perseguidos partidos inhabilitados o con sus insignias robadas, exiliados o silenciados son la norma en un país donde disentir se ha convertido en un acto revolucionario. Esta represión busca callar voces, pero también busca enviar un mensaje claro: el poder no se cuestiona, se obedece.
En lo social, la agresividad se manifiesta en la militarización de la vida cotidiana. Las fuerzas de seguridad, lejos de proteger a los ciudadanos, se han convertido en instrumentos de intimidación. Las protestas pacíficas son reprimidas con una brutalidad que deja cicatrices profundas en el tejido social. Y el matraqueo es el pan nuestro de cada día.
Y en lo económico, la agresividad se refleja en un modelo que castiga a los más vulnerables.
La hiperinflación, la devaluación, la carestía de alimentos y medicinas, y la destrucción de la industria nacional no son accidentes; son el resultado de políticas que priorizan el control sobre el bienestar.
Sin embargo, la historia nos enseña que los regímenes basados en la agresividad tienen un límite. La resistencia, aunque fragmentada, sigue viva. Cada voz que se alza, dentro o fuera del país, es una grieta en el muro de la opresión. Y esas grietas causan desplome de la estructura que se impone.
El desafío para Venezuela no es sólo resistir, no desistir y lograr que Maduro acepte su aplastante derrota y tenga la gentileza de desalojar, sino también imaginar un futuro más allá de la agresividad. Un futuro donde el diálogo, la justicia y la reconciliación sean posibles. Al final, ningún régimen puede sostenerse indefinidamente sobre los cimientos del miedo. Pero necesitamos una Venezuela con una manera distinta de ser y hacer. Necesitamos un cambio cultural de 180 grados.}