Cada cierto tiempo, cual reloj mal sincronizado, algunos pseudo dirigentes políticos vuelven con la cantaleta de la “necesidad imperiosa” de una nueva reforma constitucional. Nos venden esta idea como el elixir milagroso que resolverá todos los males de nuestra patria. Sin embargo, permítanme desengañarlos de una vez por todas: esta obsesión por la reforma constitucional no es más que un espejismo, una farsa elaborada en las cuevas del poder para distraernos de los verdaderos problemas que enfrenta nuestro país.
Imaginemos por un momento que se lograra aprobar una nueva reforma. ¿Qué cambiaría realmente? ¿Acaso los hospitales dejarán de estar en ruinas? ¿El sistema educativo se transformará mágicamente en una maravilla de la modernidad? La respuesta, queridos lectores, es un rotundo no. La verdadera transformación no viene del cambio de unas cuantas palabras en un documento, sino del cambio en nuestra cultura política y en la manera en que gestionamos nuestras instituciones.
Esta búsqueda interminable de una reforma constitucional es, en esencia, una huida hacia adelante, un intento desesperado por evitar enfrentar la realidad de nuestros errores y fracasos. Es más fácil culpar a la Constitución de 1999 de todos nuestros males que asumir la responsabilidad y trabajar por un cambio genuino y sostenido.
¿Queremos una Venezuela diferente? Entonces dejemos de lado esta charada de reformas constitucionales y centrémonos en lo que realmente importa: fortalecer nuestras instituciones, luchar contra la corrupción, y realmente darle poder a la ciudadanía. Sólo así podremos construir un país donde la justicia y la equidad no sean meros conceptos abstractos, sino realidades tangibles.
La inutilidad de la reforma constitucional en Venezuela (un ejercicio de oportunismo ramplón, uno más) no es sólo una cuestión de ineficacia, sino también de distracción y engaño. Un disfraz en un show con pésimo guión. Es hora de dejar de perseguir espejismos y caminar el arduo camino hacia la verdadera transformación.
Ah, dilema shakespeariano: ¿somos democráticos y constitucionalistas, o seguimos en esta historia perpetua de andar haciendo o reformando la constitución cada vez que al poderoso de turno se le pinte la gana?
Cuando un país enfrenta una crisis profunda, como es el caso de Venezuela, es fundamental que cualquier reforma constitucional sea abordada con sensibilidad y responsabilidad. Juguetear con las emociones de un pueblo que ya ha sufrido mucho puede ser muy peligroso y contraproducente.
Es importante que las voces de todos los ciudadanos sean escuchadas y que cualquier decisión que afecte al país se tome considerando el bienestar del pueblo en primer lugar. La transparencia, la participación ciudadana y el respeto por los derechos humanos son esenciales en cualquier proceso de reforma. Y lo primero,entonces, es preguntarle al pueblo, al soberano, si quiere una reforma constitucional. Un poquito de sensatez, por favor.
En democracia, el pueblo es el soberano, y el soberano decide. ¿O de veras vamos a aceptar que todo lo decida un señor en una madrugada garabateando resultados truchos sobre una servilleta de papel?