Soledad Morillo Belloso

Muerto malo y novia fea – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

De todas las frases populares quizás una de las más insensatas es esa que reza: «muerto el perro, se acabó la rabia». El perro, antes de estirar la pata, regó la rabia, la compartió, contaminó. Y así la rabia no sólo no se acabó, sino que cogió vuelo, bríos, fuerza y velocidad. Y, para más, tuvo cría.
Todos esos «perros» (con el perdón de los canes) que están ya ejerciendo el oficio de difuntos, hicieron un daño espeluznante a la nación y a millones de venezolanos de todo pelaje, daño que les sobrevive y no tiene fecha de caducidad. Y nada habremos aprendido si aceptamos como buena la sugerencia de pasar todo lo que hicieron al retablo de los olvidos. Ah, la sempiterna negligencia de aplaudir el «pasar la página», como si el dolor causado prescribiera con un obituario. No aplica lo de «perdónalos, Señor, que no saben lo que han hecho». Lo sabían entonces y lo saben hoy.
Que ya la historia juzgará. Vaya, pues. Si dejamos en manos de la historia el juicio, pues corremos el riesgo de que quien empuñe las armas y la pluma y escriba la historia ponga las absoluciones donde no toca y las culpas sobre hombros inocentes. No, no es la historia el tribunal competente sobre el cual descargar la responsabilidad de poner todos los puntos sobre las íes y las diéresis cuando se deba («guipuzcoana» no lleva los dos punticos sobre la u, como sí los lleva «Güigüe»). No se puede dejar en manos de perversa tinta interesada, o de idiotas con memoria chucuta, la redacción de las páginas que hagan pormenorizado recuento de lo ocurrido en estos larguísimos años en los que vaya si los cujíes han
llorado de dolor.
La señora murió. Y no cabe lo de «muerto el perro, se acabó la rabia». Que la enfermedad quedó, vivita y coleando. Tampoco se puede comprar la frase infeliz de «no hay muerto malo ni novia fea». La señora se fue con la cabuya en la pata. Sin pasar por el banquillo de los acusados. Dirán algunos, con harta razón, que la muerte es «irreversible», tanto como lo fue cada resultado que la misia anunció luego del paseíllo sin olé por la rampa. Lo que sí es reversible -y debe ser revertido- es el portentoso desmadre que la doñita generó (adrede, con premeditación y alevosía) en el organismo. Lo de la señora fueron gravísimos delitos, convenientemente tapareados por el poder y obviados por el sistema judicial, entre ellos traición a los venezolanos, aderezado el platillo con un sin fin de pecados, a cual más gordo y horroroso. Sin el apropiado análisis post-mortem, sin la indispensable autopsia, sin saber distinguir entre curriculum y prontuario, no hay aprendizaje. Y sin aprendizaje no hay progreso y sólo habrá este seguir pataleando en el nauseabundo pantanal.
No puede pedírsele a este país de víctimas que somos (y que habita dentro y fuera de nuestras fronteras) que recite la letanía del «descanse en paz y brille para ella la luz perpetua». Si algo hizo la señora fue perpetrar un atentado con todas sus fuerzas y mucha saña contra la paz y sumir en tinieblas al más elemental sentido de la elegancia democrática y el buen gusto republicano. Esta es una de esas veces en que no cabe indulgencia. Que es bueno entender que muchas veces sí hay muerto malo, muy malo, y novia fea, muy fea. Y la señora vaya si fue maluca.

 

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