La política no debe ser un circo, pero a veces lo es. Y en ese gran circo, los pleitos inútiles son los números que más llaman la atención, aunque pocas veces aportan algo de valor. Algunos políticos, convertidos en malabaristas de palabras y trapecistas de acusaciones, se enredan en confrontaciones que distraen de los verdaderos problemas.
¡Ah, el circo! Bajo la carpa, el escenario está lleno de acróbatas verbales que saltan de un insulto a otro, mientras los payasos de la retórica llenan el aire con sus argumentos huecos. Las discusiones giran en círculos, como un carrusel sin fin, sin llegar a ninguna parte.
Estos pleitos, en lugar de resolver los desafíos que enfrentamos, sólo sirven para alimentar la discordia y la desconfianza. Los ciudadanos, sentados en las gradas, observan con frustración cómo se desperdicia tiempo y energía en enfrentamientos sin sentido, mientras los problemas
reales continúan intactos.
Es momento de que los políticos abandonen estos números circenses y se centren en lo que verdaderamente importa. La política puede ser un espectáculo, pero uno de colaboración y progreso, no una lucha interminable por el poder y el protagonismo. Un verdadero líder sabe y entiende que debe dejar de lado los pleitos inútiles y trabajar para en unidad construir soluciones que beneficien a todos.
Hay que exigir un cambio en este circo. Que se pongan en remojo los pleitos inútiles y se privilegie el trabajo conjunto y el diálogo constructivo. Sólo así podremos transformar este circo en un espectáculo de progreso, donde el bien común sea el verdadero protagonista.
Los actores políticos son personajes en un escenario. En lugar de utilizar el guión para construir puentes y soluciones, se enfrascan en rencillas fútiles, llenas de recriminaciones, acusaciones y descalificaciones. Cada réplica busca eclipsar a la anterior, a ver quién pega más duro, quien obtiene más “likes”, quién es más creativo en el denuesto, en una competencia absurda por el protagonismo en una hoguera de vanidades.
Las discusiones no son debates; se convierten en meras pantomimas, donde la forma prevalece sobre el fondo y las palabras carecen de sustancia, de peso real. Mientras tanto, los espectadores, es decir, los ciudadanos, observan con una mezcla de desilusión y apatía, esperando que algún día el ridículo espectáculo cambie.
La política, más que un espectáculo, debe ser un espacio la construcción de soluciones. Lo que no suma, resta. Los ciudadanos rechazan los circos de medio pelo y las obras de teatro mal montadas. Quieren una obra en la que los pleitos inútiles sean relegados al olvido. ¡Por amor a Dios, boten a la basura ese guión de tragicomedia barata! Está muy mal escrito, tiene severos errores gramaticales, barbaridades ortográficas y, sobre todo, aburre a los ciudadanos.