Pobreza espiritual y corrupción – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

Un Estado estará bien constituido y será fuerte en sí mismo

cuando el interés privado de los ciudadanos esté unido a su

fin general y el uno encuentre en el otro su satisfacción y su

realización”

G. W. F. Hegel

 

En las Lecciones sobre la Filosofía de la historia universal, Hegel, al referirse a los designios de la astucia de la razón, afirma que en la historia los particulares tienen sus propios intereses por encima del bien común, sus propias motivaciones y deseos, pero que, precisamente por el hecho de ser particulares, tarde o temprano ellos, junto con los intereses que los movieron a actuar, se desvanecen sin proponérselo para dar paso a un movimiento muy superior al de sus mezquinas apetencias personales. Un adagio popular venezolano resume nítidamente esta afirmación hegeliana: “cachicamo trabaja pa’ lapa”. Los particulares tienen la ilusión de ser el poder encarnado, personificado, pero, en realidad, son utilizados en los fragores de la lucha general para terminar siendo sus víctimas. Y es así como, en los llamados procesos históricos, los particulares terminan siendo, al final, simples “cartuchos quemados”. Lo extraordinario de esta astucia de la razón -así la llama Hegel- es que la voluntad general de un determinado pueblo necesita –sine qua non– de la acción de los particulares para llegar a ser lo que se propone, es decir, para conquistar sus objetivos. Pero en el tortuoso camino de la concreción del fin los actores principales -o sus cabezas visibles- van cayendo en el camino, uno a uno, aplastados por las ruedas del molino de la historia que ellos mismos crearon. Todos quedan aplastados. Unos van presos, acusados de ser criminales por sus antiguos compinches; otros tienen que huir despavoridos, llevando consigo la jaula de acero que ellos mismos crearon; otros aparecen asesinados sin la menor explicación; y otros se mueren de cáncer. Parafraseando el Tractatus de Spinoza, el prepotente derrocha poder, las multimillonarias sumas de dinero birlado o los vicios y excesos de placeres sensuales, bien sea con barraganas o con barraganos, terminan desvaneciéndose. Y es que, como decía Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

Nadie puede negar el hecho de que los jerarcas del actual régimen venezolano -cuya característica más resaltante es la de su progresivo deslizamiento desde las formas ideológico-políticas consustanciadas con el totalitarismo nacional-socialista o con el fascismo tropical hasta su ya inocultable, abierta y directa, condición de cartel gansteril-, al principio, conformaron una junta de gobierno cívico-militar, compuesta por egresados de las academias militares y de las universidades nacionales. La denominada «fusión civil-militar» fue, en realidad, la mayor contribución ideológica que hiciera el extinto teniente coronel al quehacer político nacional, durante los años ochenta y noventa del pasado siglo, aún bajo el tutelaje de Douglas Bravo. No se trataba de una simple alianza de lo uno con lo otro, como tampoco de la más compleja idea de unidad de lo militar con lo civil, sino, en sentido estricto, de una fusión.

Fusionarse consiste en integrar varios elementos indeterminados en una entidad determinada. Así, lo militar dejó de ser militar y lo civil dejó de ser civil. Y los unos y los otros se fueron transformando, progresivamente, en vulgares criminales. En el lenguaje de la física, se trata de una reacción nuclear producida por la combinación de dos núcleos ligeros que se transforman en un único núcleo pesado. Y vaya peso el de forzar a un país pujante, sembrado de las mayores riquezas naturales, a terminar siendo un país arruinado y desmembrado. De dicha fusión resultó, pues, el nuevo elemento. Si se permite la analogía, podría afirmarse que así como la fusión nuclear del hidrógeno en el sol origina la energía solar, de la fusión nuclear de lo civil con lo militar se originó el gansterato. Ya no se trata de civiles o de militares conformando una alianza sino de un nuevo elemento, de una nueva forma de concebir la realidad, y, como diría Gramsci, de una nueva conformación del bloque histórico hegemónico: la malandritud.

Solo así se puede comprender la necesidad forista de las constituyentes en Latinoamérica y del intento de creación de “nuevos Estados”, más cercanos al modelo político de las autocracias orientales -China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Siria- que al Estado moderno occidental. No más sociedad política y sociedad civil, sino un Estado totalitario, cuyo fin último se propone la absoluta militarización de la sociedad civil, cabe decir, su más absoluta desnaturalización, y, por ello mismo, su consecuente desaparición. Esta es la razón por la cual se ha insistido en la conformación de un modelo de producción estatal que -por cierto- no produce, con la cada vez menor participación de la iniciativa privada en la producción económica. Las ficciones de un supuesto empresariado nacido a la sombra de la consigna de “Venezuela se arregló”, solo ocultaba lo que ya se podía percibir desde los violentos tumultos de Las Tres Gracias en Caracas o desde La Liria merideña, a saber: que cuando se empobrece el espíritu de un pueblo tarde o temprano se descubre la corrupción inmanente a sus estructuras jurídico-políticas. Es lo que explica, además, el pasaje de las nacionalizaciones, las expropiaciones y la invasión de empresas y tierras hacia la depauperación de todo un país, o desde la creación de instituciones oficiales paralelas a las ya existentes hasta la bancarrota del espíritu republicano. Es verdad que los zánganos ocupan una función determinada en los panales de las abejas. Pero si en un panal los zánganos logran asumir la conducción absoluta inevitablemente el panal llega a su fin. De modo que, de proseguir condenada a la administración sistemática de la degenerada «fusión cívico-militar», Venezuela, y lo que resta de su depauperado aparato productivo, más temprano que tarde colapsará definitivamente.

Ya de suyo, y por su propia naturaleza objetiva, el modelo en cuestión parece haber puesto en evidencia sus contradicciones. En una expresión, genuinamente marxista, objetivamente ha llegado el momento del “punto nocturno de la contradicción” entre el esquema ideológico y su traducción a la realidad efectiva, a sus “condiciones materiales de existencia”. La cacareada “guerra económica” y la excusa de las sanciones no son más que el eco propagandístico de quien se niega a reconocer los efectos perversos del modelo impuesto. Lo saben bien, pero los regímenes de origen totalitario son todos iguales: siempre expían su propia incapacidad sobre los demás.

La pobreza material se mide por la pobreza espiritual a la cual ha sido sometido un pueblo. La ineficiencia crónica está directamente relacionada con la corrupción. La fórmula es sencilla: mientras mayor es el grado de ineficiencia, mayor es el de corrupción. La pobreza de Espíritu y la corrupción, más que un asunto material, es una inadecuación del Ethos del ser social. Decía Spinoza que la superación de dicha inadecuación estaba en el orden y la conexión de las ideas y las cosas. El Bien supremo es el resultado de una correcta formación educativa: el mal -dice- es la consecuencia visible de la ignorancia.

Bajo las actuales circunstancias, no pareciera posible establecer relación alguna entre el aroma del contento, propio del Bien Supremo spinoziano, y las fétidas emanaciones que brotan del “poder popular para la suprema felicidad”. No sin astucia, el “tren de la historia” que tan pomposamente decían conducir, más temprano que tarde terminará por llevarlos a sus respectivos destinos: al Hades, a la prisión o al mal recuerdo. Después de todo, dice Hegel, “la historia no es terreno para la felicidad”.

 

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