Publicado en: El Universal
Llega diciembre y como otras veces, nos encuentra trajinando con nuevos ahogos y contradicciones. Basta detenerse en la fotografía del instante que brindan las encuestas. Según Delphos-UCAB, la decepción se posiciona como el sentimiento predominante entre venezolanos (28,8%), mientras que la esperanza cae a los mismos niveles de nov-2018 (22,7%); una espina de “pasiones tristes” que se encaja incluso en el corazón del chavismo duro. Sobre la conexión liderazgo-ciudadanos los hallazgos no son menos inquietantes. Los apoyos totales a partidos opositores apenas alcanzan 14%, reflejo de esa desafección que impele a corregir enfoques para recomponer lo que una vez dotó de real legitimidad a las fuerzas democráticas, su potencial para convocar, para convertir una mayoría social en efectivo alud electoral.
Ante panoramas en los que la incertidumbre sigue incrustada, y lidiando con la postración, el derrumbe de las expectativas de cambio, el avance a través del abigarrado bosque de la polarización, se impone separar la paja del grano. Esto es, distinguir lo urgente de lo importante, precisar con criterio realista cuáles hitos marcarán el pulso de la acción en 2020; cuáles forcejeos valdrán la pena y dónde invertir recursos, know-how y energías, siempre escasos. Justo es pedir “exactitudes aterradoras”, Cadenas dixit.
La elección parlamentaria –que luce inminente, a contrapelo del deseo de que antes ocurra una presidencial- plantea una oportunidad concreta para alejarse de posturas suicidas, maximalistas, y articularse para reponer la ascendencia perdida. Claro, dicha aspiración depende de sintonizar la agenda de líderes y ciudadanos en función de ideas, de políticas de largo aliento y amplio rango de identificación, no de primitivos apegos a figuras cuya virtud nace, baila, se borra con la coyuntura. La remozada angustia, no obstante, vuelve por sus fueros: ¿cómo superar la desconfianza, deshacer el tóxico efecto de la trampa de las expectativas y la afición por la “mentira feliz”? ¿Cómo salir de los fangos del compromiso irracional, desactivar la matriz anti-voto y organizar la rabia o el abatimiento para volverlos impulso de vida: no claudicación a priori, no disolución y pulsión de muerte?
La evidencia invita a prescindir de camisas de fuerza. Ante la pregunta “¿cree que se logrará el cese de la usurpación?” (Delphos-UCAB) un enteco 18% se apunta al optimismo a prueba de balas, dice que así será. Cabría pensar que el gran resto podría estar apilando excusas para mutar en eso que Daniel Innerarity llama “sociedad exasperada”. Copadas por movimientos de rechazo, rabia, miedo, cabalgando sobre el pelado lomo de la irracionalidad y mal contenidas por los “gestores grises de la impotencia”, hablamos de sociedades que irrumpen contra el “establishment político estancado, ajeno al interés general e impotente a la hora de enfrentarse a los principales problemas que agobian a la gente”. Pero el vaciamiento del conatus tras meses de molienda parece pesar más en nuestro caso. Vivir a expensas del desequilibrio, el apogeo sin resolución, el aumento de la entropía y sus daños, explicaría esa suerte de “burn out” que se instala en cuerpos y almas, que decreta el estado de náusea tenaz, la melancolía y el acostumbramiento, el acomodo letal en la opinión de que un cambio urdido desde las bases es majadería.
Abatir ese credo inmovilista –cebado, paradójicamente, por sectores cuya apuesta a la presión externa acaba bloqueando sus propias opciones a lo interno- es el desafío. Una tarea que implicará además apelar al “perdón difícil” que describe Paul Ricoeur, recordando la asimetría entre la promesa hecha y rota por las acciones, y la capacidad de resarcirse por el incumplimiento, el proceso real de rendición de cuentas. Lo cierto es que en aras del reencauzamiento, lo sensato será que los partidos políticos asuman la gesta contra el escepticismo, una que con humildad, sentido pragmático y de la urgencia vaya creando condiciones anímicas para responder a las exigencias de lo que, prácticamente, califica como un recomienzo.
Sí: contra las muchas resistencias que existen, es bueno recordar que al liderazgo democrático le incumbe persuadir, convencer, zanjar las crisis apuntalando nuevas certidumbres. Esa es la lógica del intercambio en el espacio público. Recurrir al Ethos (la construcción de confianza a partir de los valores, la credibilidad), al Pathos (la empatía surgida de la conexión emotiva) y al Logos (la palabra razonada, el conocimiento) es vital para construir un discurso legítimo. Sobre la base de la duda razonable generada por esa praxis, es posible crear un clima propicio al cambio de percepciones; desmontar la creencia de que votar es inútil, por ejemplo. He allí una meta. Eso, o que una sociedad civil consciente de “la debilidad del mundo político” -como decía hace poco un inolvidable Pedro Nikken- asuma el llamado a “la acción urgente” y decida sacudir el desconcierto que un Annus horribilis nos deja como recordatorio.
Lea también: «El paso por delante«, de Mibelis Acevedo Donís