El hombre es Guillermo Arriaga, un optimista feroz en tiempos fracturados – Andreina Mujica

Texto e imágenes: Andreina Mujica

A pesar del calor abrasador que acompañó la caminata hasta la Fundación Telefónica, la recompensa fue una tarde memorable, de esas que justifican cada gota de sudor. El protagonista: Guillermo Arriaga, escritor, guionista y cineasta mexicano, que acaba de lanzar su novela más ambiciosa hasta la fecha: El Hombre. Lo acompañaron en escena la periodista Marta Fernández y el escritor Manuel Vilas, en una conversación cargada de ideas, humor y respeto mutuo.

Desde los primeros minutos, Marta Fernández puso el acento en lo que define la obra de Arriaga: el riesgo. La narrativa como salto al vacío, como terreno movedizo que solo pisa quien confía en su instinto. Arriaga, dijo, no solo se atreve con historias intensas y personajes profundamente humanos, sino que en cada libro inventa una nueva forma de contarlos. Un desafío que ha sabido convertir en victoria.

A Guillermo lo conocí con Amores Perros, aquella película feroz que lo puso en el mapa del cine mundial. Era su debut como guionista de cine y ya entonces se intuía su pulso narrativo: crudo, visceral, sin concesiones. Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga fue, durante varios años, una de las colaboraciones creativas más exitosas del cine mexicano contemporáneo, Amores Perros (2000), 21 Gramos (2003), Babel (2006), cuando cada cual tomo su rumbo solo lograron enriquecer su obra y darnos a los espectadores verdaderas maravillas.

Amores Perros fue nominada al Oscar, aclamada en Cannes, y desde entonces no ha dejado de correr riesgo tras riesgo. Recuerdo que después de una entrevista en Caracas, salimos a hacer fotos con Lorenzo Vigas, dos golden retriever prestados y mi viejo Volkswagen descapotable. Ahí, entre risas, instantáneas y sol en la cara, lo quise más allá de su obra. Y de eso hace un poco mas de dos décadas.

El Hombre se presentó como una novela polifónica, monumental, tejida a partir de seis voces que reconstruyen —y discuten— la figura de Henry Lloyd, un hombre colosal, cruel, fascinante. Desde su ex esposa hasta un esclavo, pasando por un profesor, un enemigo de la infancia o sus propios descendientes, cada narrador revela una faceta distinta del mito.

La periodista Marta Fernández habló de tres virtudes esenciales en esta novela: su capacidad para desvelar la verdad de la historia, la potencia hipnótica de sus personajes y una prosa tan poderosa que golpea incluso después de cerrar el libro.

Arriaga, con la soltura de quien sabe que escribe desde las entrañas, confesó que no planifica: se adentra en el bosque sin brújula, sin mapa. Escribe guiado por las voces de sus personajes, a quienes considera los verdaderos dueños de la historia. “No tengo el menor control sobre la obra”, dijo entre risas, como quien revela un secreto, pero todos somos testigos de que el resultado es algo muy minucioso, trabajado.

Habló también de su obsesión con el lenguaje: cada voz en la novela tiene un ritmo, un léxico, una música distinta. «Muchas novelas dicen ser polifónicas, pero todos sus personajes hablan igual», lanzó, como quien deja una piedra en el estanque. El se encarga de darle voces a sus personajes, pero sobre todo un carácter único, tal vez por ello terminan cobrando vida y susurrandole parte de sus guiones para cine o textos de novela.

Manuel Vilas, excelente orador y figura habitual en festivales literarios y entrevistas, es un escritor de referencia, con Ordesa nos mostró que es escribir con desgarro. Ahí estaba conmovido y lúcido, elogió la sensibilidad de Arriaga para escuchar los matices del habla humana, su talento para esculpir el idioma. Lo comparó con Rulfo, y no por gusto: hay en Arriaga esa misma intensidad lírica, ese mismo respeto brutal por la palabra. Juntos compartieron anécdotas de hoteles, de escritura entre silencios buscados, de la soledad necesaria para crear.

En el cierre, Arriaga profundizó en cada una de las seis voces, explorando qué las mueve, qué las rompe. ¿Cómo puede alguien despiadado generar una lealtad tan feroz? Esa es la pregunta que flota en El Hombre, la que nos incomoda y nos obliga a mirar más allá del juicio moral.

La presentación no fue solo un homenaje a un autor en plenitud. Fue también una declaración de principios: escribir es un acto de coraje, un salto sin red, una conversación sin garantías. Y Arriaga, como siempre, lo hace como esos boxeadores que aguantan doce asaltos con los nudillos rotos y la mandíbula tensa, pero el corazón a punto de salirse y quedar latiendo entre las páginas.

En el encuentro, Guillermo Arriaga compartió los retos narrativos y lingüísticos de su novela El Hombre, destacando la dificultad de construir voces auténticas y diferenciadas, como la de Yeremaya, esclavo africano que habla con sintaxis alterada como forma de resistencia y adaptación. Arriaga subrayó la importancia del realismo lingüístico en la novela, un enfoque poco común en la literatura sobre la esclavitud, donde el aprendizaje de la lengua del opresor se convierte en herramienta de supervivencia.

También habló de la construcción del personaje Henry Lloyd, una figura ambigua que, aunque despiadada, genera una extraña empatía. Arriaga defendió la obligación del novelista de no juzgar a sus personajes, sino mostrarlos en toda su complejidad. La novela aborda temas centrales como la esclavitud, el exterminio indígena y el despojo territorial, elementos que, según él, están en la raíz del capitalismo estadounidense.

A través de múltiples voces narrativas, El Hombre también reflexiona sobre la historia, la frontera, la orfandad, y las contradicciones del sistema neoliberal. Arriaga critica la falsa idea de progreso que no alcanza a todos y plantea que el capitalismo moderno está construido sobre herencias manchadas de sangre.

En el plano político, habló del fenómeno Trump como un síntoma profundo de una sociedad fracturada, rechazando visiones simplistas de buenos y malos. Reafirmó su filosofía del tiempo inspirada en Faulkner: el pasado sigue presente, y el futuro ya habita en lo que fue.

Cerró compartiendo una experiencia que sustenta su «optimismo compulsivo»: una visita con estudiantes privilegiados a una comunidad campesina de Tamaulipas. Allí, la dignidad de quienes tienen poco, pero comparten todo, le reafirmó su fe en el ser humano.

 

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