Los 50 años del Acuerdo de Ginebra – Emilio Figueredo

Los 50 años del Acuerdo de Ginebra

Emilio Figueredo

19 de febrero de 2016

 

La cuestión que ahora nos interesa, en vista de marchas ydescarga (1) contramarchas que han surgido recientemente sobre la cuestión de la frontera oriental de Venezuela, es conocer y entender bien qué significó y significa el Acuerdo de Ginebra que se realizó el 10 de febrero de 1966, durante la presidencia de Raúl Leoni, y que fue suscrito por el entonces canciller de Venezuela, Ignacio Iribarren Borges, por Michael Stewart, Secretario de Estado para Relaciones Exteriores por el Reino Unido, y por el primer ministro de Guyana, Forbes Burnham. Aunque la historia es mucho más larga, desde que  la corona  española delimitó la entonces Gobernación de Venezuela, nuestra realidad limítrofe actual parte de ese ya cincuentenario Acuerdo de Ginebra.

 

En primer lugar es bueno hacer una breve explicación de los antecedentes que condujeron al previo y lamentable laudo de París de 1899.

 

Uno de los errores conceptuales más serios que ha tenido la reclamación del llamado «territorio Esequibo» ha sido insistir en que el límite está en el río Esequibo;  digo esto porque al hacerlo, por las razones históricas que sean, se desconoce el decreto del Libertador en Angostura el 15 de octubre de 1817, que fijó de manera inequívoca como límite la margen izquierda del río Moruco. Este hecho fundamental de nuestra vida republicana no puede ser desconocido por investigaciones históricas que se remontan a nuestra a veces imprecisa historia.

 

Pero si esto no fuera suficiente hay otro antecedente en 1840 cuando el ministro plenipotenciario venezolano, Alejo Fortique, negoció en Londres con el entonces canciller británico Lord Aberdeen, los límites entre la colonia inglesa y la República de Venezuela y llega a un acuerdo con éste de que la línea divisoria estaría en el río Moruco.

 

Por supuesto, como siempre ha ocurrido en nuestra historia, el Congreso y la opinión pública venezolanos de la época rechazaron ese acuerdo que se correspondía con lo fijado por el padre de la patria, y allí continúa la historia del despojo.

 

No me voy a extender en esta ocasión con las distintas líneas fronterizas que plasmó en diversos mapas el geógrafo prusiano Robert Hermann Schomburgk porque es obvio que estas respondían a los intereses británicos de extender sus límites hasta el río Orinoco, ya que en su visión geopolítica de la época su objetivo era poder controlar la desembocadura de los principales ríos para controlar el comercio. Vale la pena recordar el intento británico fracasado de controlar la desembocadura del Río de la Plata en 1806 y 1807.

 

Para no hacer demasiado larga esta introducción histórica es importante recalcar que la fragilidad política venezolana producto de sus guerras y guerrillas intestinas hizo que en un acto de desesperación, viendo que el Reino Unido pretendía anexarse Upata y llegar hasta el Orinoco, el  Gobierno de Ignacio Andrade pidió al gobierno de Estados Unidos que aplicara la Doctrina Monroe para detener el expansionismo europeo.

 

Esta solicitud inicia un largo proceso de negociaciones entre el gobierno de los Estados Unidos representando los intereses de Venezuela y la corona británica, que culmina con la firma del tratado de Washington el 2 de febrero de 1897 en el que se fija el Tratado Arbitral con el que se determinarán las fronteras entre Venezuela y la colonia británica. Para los interesados en los prolegómenos de este importante hito en la disputa territorial, hay un magnífico ensayo que escribió Simon Alberto Consalvi sobre la materia y que realmente vale la pena leer –aunque muchos políticos e incluso gobernantes nuestros no lo hayan hecho.

 

Del laudo de 1899 no es mucho lo que puedo decir hoy, salvo que le dio la razón a Inglaterra, y que en Caracas, qué tristeza, se celebró con champaña que no nos hubiesen quitado el Orinoco, y que si bien hubo protestas con el tiempo, en particular durante el gobierno de Juan Vicente Gómez, se acató el laudo fijando el llamado «punto trifinio», que marca el punto de encuentro de los territorios de Brasil, Guyana y Venezuela. Lamentablemente ese no será el único acto del Estado venezolano con el cual se reconoció la injusta decisión arbitral.

 

La reclamación surge después que el gobierno venezolano conoce los papeles  contenidos en el testamento de Severo Malett Prevost, quien había sido el abogado de Venezuela en el nefasto Laudo. Se trata del famoso Memorándum dejado al juez Schoenrich para que se publicase después de su muerte. En este documento se explica la connivencia del presidente del tribunal arbitral con los árbitros británicos para otorgarle al Reino Unido la totalidad del territorio con la posibilidad de renunciar a las bocas del Orinoco si la decisión se tomaba por consenso.  Los jueces americanos consideraron que aunque la sentencia era manifiestamente injusta por lo menos garantizaba para nuestro país el control de las bocas del Orinoco. Por cierto, en el petitorio de Venezuela, según afirma Mallet, el límite que propuso nuestro país fue de nuevo el río Moruco y no el río Esequibo. El Moruco es el límite fronterizo permanentemente olvidado por muchos venezolanos que deberían conocerlo mejor.

 

En los años sesenta al conocerse el memorándum, el gobierno del Presidente Rómulo Betancourt activó por los canales diplomáticos venezolanos el tema de la reclamación del territorio Esequibo por considerar que el Laudo de 1899 era nulo e írrito. El primero que tocó el tema en Naciones Unidas fue el Embajador Carlos Sosa Rodríguez.  Fueron él y el entonces canciller Marcos Falcón Briceño quienes, en la Asamblea General de las Naciones Unidas en su XVII período de sesiones, hicieron pública la denuncia: así se inicia el proceso formal de la reclamación.

 

Posteriormente, ya en el periodo presidencial de Raúl Leoni, comienzan las negociaciones con el gobierno del Reino Unido que culminarán con la firma del tratado el 17 de febrero de 1966 en la ciudad de Ginebra, Suiza. Lo firmaron, por Venezuela el Canciller Ignacio Iribarren Borges, por el Reino Unido, Michael Stewart , Secretario de Estado de Relaciones Exteriores y Forbes Burnham, Primer Ministro de la Guyana Británica. En esta oportunidad Guyana ya era un país soberano.

 

Este tratado es uno de los grandes logros de la diplomacia venezolana ya que logró darle forma jurídica a la reclamación venezolana sobre el despojo del que fuimos víctimas por un arbitraje amañado. Sin embargo hay que tener mucho cuidado en considerar que ese tratado es sólo favorable a Venezuela. Un análisis detallado del mismo nos lleva a concluir que puede ser interpretado por ambas partes como favorable a sus causas.

 

Veamos bien a qué me refiero. El preámbulo del texto es lo que más le ha servido a nuestro país para intentar resolver de manera positiva la controversia porque de manera expresa señala que : » … Convencidos de que cualquier controversia pendiente entre Venezuela, por una parte, y el Reino Unido y Guyana Británica por la otra, perjudicaría tal colaboración debe, por consiguiente , ser amistosamente resuelta en forma que resulte aceptable para ambas partes». Esto es lo que Venezuela, durante el curso de los años, ha argumentado: ¿cómo va pretenderse resolver el conflicto discutiendo sobre la validez o invalidez del laudo, que es de naturaleza meramente jurídica, cuando en el tratado de habla de que la controversia debe resolverse con un acuerdo mutuamente satisfactorio?. En la propia Guyana se le criticó a Burnham el hecho de haber firmado un tratado con esa cláusula que debilitaba la posición guyanesa,  que era la de anteponer, como condición previa, a toda negociación que Venezuela pruebe que el laudo es nulo e irrito.

 

Pero si eso no fuese suficiente,  el artículo 1 del Acuerdo establece “una comisión mixta con el encargo de buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia entre Venezuela y el Reino Unido surgida como consecuencia de la contención venezolana de que el Laudo Arbitral de 1899 sobre la frontera entre Venezuela y la Guyana Británica es nulo e írrito»

 

Esa Comisión Mixta se instaló, pero durante 4 años no logró ningún resultado porque los representantes de Guyana no se movieron ni un milímetro de su argumento de que lo único que debe hacer Venezuela es probar la nulidad del laudo y que hasta tanto ello no ocurra no hay ninguna negociación posible ya que el laudo determinó de manera incontrovertible las fronteras terrestres entre ambos países. 

 

El tema que favorece a Guyana está establecido en el artículo 4 del Acuerdo, en el cua se señala que si las partes en un lapso de los primeros 4 años de la comisión mixta no logran resolver el conflicto, entonces se aplicará lo dispuesto en el artículo 33 de la Carta de las Naciones Unidas, que señala los medios de solución pacífica para resolver controversias. Esta disposición pone la decisión en manos del Secretario General de las Naciones Unidas, en última instancia, en caso que Guyana y Venezuela no se hayan puesto de  acuerdo en un método de solución pacífica.

 

Eso, como veremos más adelante, puede llegar a ser perjudicial para Venezuela.

 

Habiendo concluido las labores de la Comisión Mixta sin ningún resultado, el Presidente Caldera decidió congelar las negociaciones, el 18 de junio de 1970, suspendiendo, mediante el llamado Protocolo de Puerto España , la aplicación por 12 años el artículo IV del Acuerdo de Ginebra. La  razón  que parece haber prevalecido para posponer en el tiempo la aplicación del Acuerdo de Ginebra fueron las negociaciones limítrofes de áreas marinas y submarinas en el Golfo de Venezuela para evitar así una lucha simultánea en dos frentes.

 

Al vencer el lapso del Protocolo el 18 de junio de 1982, el Secretario General de las Naciones Unidas designó un representante personal para que visitara a Guyana y Venezuela y le diera curso a lo previsto en el artículo IV del Acuerdo de Ginebra.

 

La persona designada para ejercer esa función fue el diplomático ecuatoriano Diego Cordovés, subsecretario de la ONU. Este funcionario se tomó muy en serio su rol y elaboró una fórmula de solución pacífica de controversias que no era ninguna de las mencionadas en el artículo 33 de la Carta de la ONU, pero que si se podía admitir, dentro de lo que dice ese artículo, al permitir cualquier otra fórmula de solución pacífica.

 

La fórmula presentada por Cordovés era poco favorable a la posición venezolana ya que combinaba dos métodos: la conciliación y el arbitraje, lo que favorecía, sin lugar a dudas a Guyana, porque de no aceptar las partes lo formulado por el ente conciliador de inmediato se establecía un procedimiento jurídico vinculante como lo es el arbitraje.

 

Ante esa disyuntiva el Presidente Lusinchi designó un Embajador ante las Naciones Unidas para la aplicación del acuerdo de Ginebra, cuya tarea fundamentalmente era la de convencer a la contraparte guyanesa de lo inconveniente que sería, para las relaciones pacíficas y armoniosas entre los dos países, la aplicación de la fórmula Cordovés. Hubo largas negociaciones entre los representantes de Venezuela y Guyana que culminaron en el diseño por ambos negociadores del mecanismo de los Buenos Oficios, que no son otra cosa que una negociación asistida por un «buen oficiante». 

 

Ante las resistencias de Cordovés a esa nueva fórmula se requirió, después de años de negociaciones,  que durante la Presidencia de Carlos Andrés Pérez  los cancilleres de Guyana y Venezuela solicitasen una reunión conjunta con el Secretario General de Naciones Unidas y le informaran que las partes habían decidido que el método escogido sería el de los Buenos Oficios.

 

Lamentablemente, Venezuela no supo aprovechar las ventajas que le brindaba ese procedimiento y transcurrieron casi 27 años sin que se hubiese acordado ninguna fórmula aceptable para ambos países para resolver la controversia. En ese largo lapso hubo 3 Buenos Oficiantes, dos de ellos ya fallecidos, y varios negociadores tanto por Venezuela como por Guyana.

 

Hoy ese mecanismo se agotó, y es un craso error seguir insistiendo en él ya que Guyana argumenta, no sin razón, que lleva negociando con Venezuela durante 50 años sin que se haya alcanzado ningún acuerdo. Hoy en día, en el marco del Acuerdo de Ginebra, el gobierno venezolano debe insistir en que existen otros mecanismos, distintos a la negociación, previstos en el artículo 33 y que no se han agotado, por lo que no se justifica la insistencia de Guyana en dar por concluido el procedimiento e ir, de una vez, a la Corte Internacional de Justicia , para que ésta emita una sentencia definitiva y vinculante que dé por terminado el conflicto.

 

No voy a entrar en esta ocasión a analizar los nuevos errores cometidos por el gobierno venezolano en torno a la controversia que, ciertamente, le han dado alas al gobierno guyanés para desconocer, sin consecuencias, el espíritu del Acuerdo de Ginebra. Lo importante es saber qué se puede hacer, de ahora en adelante, para minimizar los daños causados que pueden permitirle a Guyana, en alguna instancia judicial, mostrar cómo las afirmaciones y los silencios de los órganos principales de las relaciones exteriores del estado constituyen un caso típico de Estoppel  o de aquiescencia, que en buen castellano significa, «quien calla otorga».

 

Venezuela no puede seguir perdiendo el tiempo, ya que las condiciones internacionales, hoy, no le son favorables, y seguir insistiendo en los argumentos históricos no pesan demasiado en un mundo en el que la mayoría de los países del tercer mundo tienen fronteras arbitrarias generadas en la época colonial, y que no desean abrir la Caja de Pandora de las rectificaciones fronterizas.

 

Esto no quiere decir que no debemos hacer nada, todo lo contario. Hay que prepararse jurídica y políticamente para poder enfrentar los argumentos de Guyana con argumentos sólidos, no sólo basados en la historia sino en materia económica, ecológica y fundamentalmente jurídica. Para eso hay que crear un equipo profesional y multidisciplinario apoyado por los mejores expertos internacionales para estar preparados a ir a una instancia judicial que puede ser un arbitraje o la Corte, si no se ha logrado antes un acuerdo político basado en una mediación de un tercero calificado que ponga fin al conflicto presentando un acuerdo práctico y satisfactorio para las partes. Un ejemplo de este tipo de solución fue la mediación del Vaticano en aquél conflicto que casi llegó a la guerra, entre Argentina y Chile, por la delimitación del canal del Beagle.

 

Es importante que este delicado y espinoso tema sea tratado con la mayor prudencia y como un asunto de Estado y no de la lucha política interna y apetencias erróneas y peligrosamente ingenuas, y que Venezuela logre la mayor protección a su fachada atlántica y no vea cercenado su libre e ininterrumpido acceso al Atlántico.

 

El Acuerdo de Ginebra fue sin dudas un gran logro de la diplomacia venezolana, pero de poco ha servido en estos 50 años por la falta de decisión y hasta de habilidad política de nuestros distintos gobiernos en explicarle al país que un acuerdo sólo era posible entendiendo que ni Guyana ni Venezuela podrían pretender, cada uno, obtener en la negociación la satisfacción del 100% de su pretensión; y que un acuerdo práctico y satisfactorio de la controversia requería ponderar los intereses en juego y determinar qué podía ser lo más conveniente para nuestro país.

 

El  tiempo perdido se ha transformado en una verdadera espada de Damocles que reposa sobre nuestras cabezas y que está convirtiendo, políticamente hablando,  a Guyana en víctima y a Venezuela en agresor, con el riesgo de que la solución del conflicto no sea ya un acuerdo práctico sino una sentencia judicial.

 

No podemos seguir lamentándonos del injusto despojo del que fuimos víctimas en el siglo XIX, sino que tenemos que prepararnos para poder, de la mejor manera posible, argumentar por qué el Laudo de 1899 es nulo, y si lo lográsemos probar quedaría por resolver la delimitación entre Venezuela y Guyana en la que estarían en juego las dos terceras partes del actual territorio guyanés. Como es fácil imaginarse, ambas tareas son hoy bastante cuesta arriba y nos lamentaremos de no haber resuelto la reclamación cuando el asunto estaba en manos de los dos países.

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