Publicado en: El Heraldo
Por: Irene Vallejo
AÑO tras año, celebramos el solsticio de verano con gestos muy antiguos: encendiendo hogueras y bailando junto al fuego. Las tradiciones festivas se parecen en todo el territorio que va desde Irlanda hasta Rusia y desde Suecia a España. A lo largo de esta inmensidad geográfica, nosotros -como nuestros antepasados- nos dejamos hipnotizar por la danza de las llamas en la noche de San Juan y arrojamos al fuego muebles viejos con la esperanza de quemar la mala suerte y los lastres del pasado.
Por estas fechas renace el deseo de bailar en las noches espléndidas del verano. Las crónicas históricas recogen un misterioso fenómeno de embriaguez musical propio de esta época del año: entre los siglos XIV y XVII, auténticas locuras danzantes invadían Europa. La pasión de bailar se apoderaba de la gente común y era sumamente contagiosa.
Personas que vivían en laboriosas comunidades campesinas, lo abandonaban todo por unos días para seguir a grupos errantes que recorrían los caminos de la Europa medieval bailando en nombre de San Juan. Y en la Italia del XVII, se cuenta que hasta los viejos arrojaban las muletas al sonido de la tarantela y, como si corriera por sus venas una poción mágica, se unían a los extrañísimos bailarines. En algunos casos la locura danzante aparecía a intervalos regulares hasta el día de San Juan o de San Vito, en que, después de una última explosión, todo volvía a la normalidad. Estos inquietantes testimonios revelan el embrujo del solsticio, cuando nos invade la alegría veraniega del sol y la desolación invernal acaba.