Publicado en: El Universal
Desde finales del siglo XIX, Europa se inyectó una sobredosis de militarismo que desfoga en la primera guerra mundial: Nietzsche, Sombart, Oswald Spengler, Ernest Junger, aman la guerra “que forja el carácter de los pueblos para la grandeza” al tiempo que odian la sociedad de consumo. “El espíritu comercial domestica los pueblos, los hace sumisos, decadentes y la cotidianidad del comerciante lo indispone al sacrificio máximo, a derramar la sangre, a dar la vida por la causa patriótica” (Rougemont). Kant en su profética obra La paz perpetua, razona al revés. «El espíritu comercial… no puede coexistir con la guerra, y tarde o temprano se apodera de cada pueblo». Manía de Marx es que la “ciencia de la historia” profetiza su marcha indetenible “hasta la victoria final”.
El historicismo creía conocer el destino, y que la praxis política, aunque dramática, no podía más que seguirlo. Pero el primer caso de sufragio universal en el mundo, la elección Luis Napoleón Bonaparte en 1848, Marx se asombra de que “el Estado burgués se deshacía y reconstruía mágicamente”. Para David Hume y William Robertson un acontecimiento es resultante de miríadas de voluntades y acciones encontradas y por lo tanto las leyes de la historia son supersticiones; no hay “conciencia cósmica” que trace finalidades ni “causalidades”. Kant niega leyes históricas, pero las acepta a microescala, como la oferta y la demanda porque es una acción libre. San Agustín rechazó la predestinación, porque Dios permite el libre albedrío, aunque temió hasta su hora final estar equivocado. El futuro es imprevisible, no una vuelta de “la rueda de la historia”.
Lo forjan la acción y el azar. Sin Lenin en las Tesis de abril, no hay revolución y sin Churchill, triunfa Hitler. Trump, castigador antiglobalización, recibió sorprendentes apoyos progres en la campaña de 2016, entre ellos del filósofo marxista Slavoj Zizek y Susan Sarandon. Mujer posmo, responde que lo haría por aquél y no por Hillary Clinton: “no voto con la vagina”, fue su razón. El odio a los cambios de la sociedad urbana viene de las ideologías fibionistas en antiguas raíces de la civilización. El mito de «la prostituta de Babilonia» vale a cualquier ciudad y época: placeres, alcohol, vida fácil, perdición. Sodoma, Gomorra, sensualidad, egoísmo, Satanás. Quince siglos antes de Rousseau, tenemos las letanías morales de Juvenal contra la corrupción de Roma,
En Ararat, el Diluvio ahoga a las criaturas. Lot no consiguió diez personas decentes en Sodoma y Gomorra y viene ira divina, la lluvia de fuego, porque rijosos quieren violar a varios Ángeles enviados a buscarlo, enardecidos por su belleza. Lucas, Juan y Mateo cuentan de Cafarnaúm que “hasta los infiernos serás arrojada” y Roma arrasa Jerusalén a sangre y fuego. La revolución china es el «triunfo del campo sobre la ciudad» y pese al levantamiento heroico de Shanghái, para Mao encarnaba la corrupción «capitalista”. Los jemeres rojos echaron de Phon Penh casi la mitad de la población hacia el campo, y el Che Guevara se burlaba de los «pequeñoburgueses» revolucionarios urbanos. Para el islam las ciudades occidentales son antros de pecado y Al-Qaeda castigó las Torres del Comercio de Nueva York.
La vocación antimoderna antiurbana, el tradicionalismo, las xenofobias, la antiglobalización, el progresismo; La defensa de “lo originario” y el neocomunismo, enferma de oír sobre el comercio-consumo, la libertad, producir en abundancia, el confort, el arte, terribles afrentas. Rousseau y luego Marcuse inventan una contradicción entre necesidades artificiales y necesidades reales. Las segundas, comer, dormir, tener sexo, protegernos de la intemperie, son de nuestra condición animal. Las “las artificiales”: oír música, el amor romántico, viajar, el arte, el vino, el teatro, un sofá de diseño o viajar, son las que nos humanizan. Pero estaríamos obligados a ser el buen salvaje o el buen animal en medio de austeridad para la mayoría, mientras impera la “izquierda caviar”.
Es el encono contra la democratización de la cultura traída por la industria cultural: la televisión, el cine, la internet y sus redes, permiten a sectores masivos acceder a la información, el arte, la comunicación. El comercio-consumo sería una enredadera viscosa y en la escala de odios está sobre la banca, nos permite disfrutar libremente de todo tipo de creaciones culturales, no es la felicidad, pero ayuda. Lo curioso es que los países mercaderes y hedonistas le parten la madre a los países “guerreros”. Hoy se recuerda Atenas como cuna de la cultura occidental y a Esparta, como un cuartel sombrío; EEUU y Europa liquidaron los totalitarismos.
Libro de Eloy Torres. Aún con ese placentero e inconfundible aroma a libro nuevo, tengo en mis manos Correspondencia de un venezolano de la decadencia Caracas (El Viejo desván: 2025) de mi amigo, el profesor Eloy Torres Román. Es una vuelta al día en ochenta mundos, observaciones sobre la contemporaneidad, asociada con su génesis en el pasado. Su larga carrera diplomática en la que aprendió lenguas y costumbres, le permiten desplazar su ojo crítico por variadas circunstancias que le sirven para calibrar la situación nacional. Organizado en “epístolas”, bien escrito, ameno, interesante, está lleno de referencias eruditas, útiles y placenteras que estimulan la lectura, ojalá también de los poderosos. Entre ellas “ningún problema económico tiene una solución únicamente económica” (J. S. Mills) y “el mayor mal es el gobierno ilimitado” (Hayek)