Ontología de la Política - José Rafael Herrera

Ontología de la Política – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

Es verdad que el historicismo filosófico es una corriente del pensamiento que concibe el aquí y ahora como un reencuentro necesario con el pasado, a objeto de configurarse como determinación concreta, como su resultado. Insidiosamente, Popper afirmaba que se trata de un modelo absolutista que transita desde el pasado hasta el presente, cuando más bien es la libre, diversa y fluida circulación desde el presente hacia el pasado. Tampoco es un relativismo, ni concibe el proceso de comprensión del devenir de un modo unívoco sino, siempre, biunívoco, pues, como decía el maestro Pagallo, el historicismo filosófico es un viaje “de doble flechado”, de doble dirección, y esa es la razón por la cual su actio mentis es esencialmente dialéctica. En los Aphorisma de Jena, Hegel lo caracteriza de manera admirablemente sencilla: “la campesina vive cerca de Lisa, su mejor vaca. Además, tiene otras dos, una negra y otra manchada. Luego está Martín, su hijo, y Ursula, la niña. Ellos le son tan familiares como a la filosofía le resulta familiar la infinitud, el conocimiento, el movimiento, la ley sensible etc. Y así como la campesina tiene el recuerdo de su hermano o de su tío ya fallecidos, así para el filósofo son Platón o Spinoza. Una cosa tiene tanta realidad como la otra. Sólo que estos últimos tienen la eternidad ante sí”. Es esto lo que explica el hecho de que toda historia posible sea historia contemporánea, pues por más evidente que pueda ser la conexión de un determinado contexto con la totalidad del proceso, dicha conexión no es, y no puede ser comprendida, como su paráfrasis. Paralelo, pero no sincrónico, advertía Giambattista Vico. Necesario es -especialmente al hacer referencia al contexto político y social- prestar atención a la lógica específica del objeto específico, como observaba Marx en su temprana Kritik del ’41.

La ontología es el modo contemporáneo asumido por la siempre vieja y siempre nueva “filosofía primera”, la metafísica. Investiga el ser en cuanto ser o, como dice Leibniz, “lo que es y la nada, el ente y el no-ente, las cosas y sus modos, la sustancia y el accidente”. Por eso mismo, la ontología es, ni más ni menos, el estudio de lo que es, del ser en su estar, así como la relación de las diversas entidades -los entes- existentes entre sí. Su pregunta esencial es, pues, la pregunta acerca del ser por medio del ente que existe, del ser-ahí, según la expresión acuñada por Heidegger. Y así como la metafísica tiene por objetos fundamentales el estudio de Dios, del Alma y del Mundo, la ontología -devenida comprensión del ser político y social- estudia la Historia, la Libertad y el Estado. Más que conocer, su propósito es el de re-conocer, porque tan necesario es el juicio para el entendimiento como el entendimiento para el juicio. En este sentido, y a diferencia de lo que pueda llegarse a creer, la ontología es un esfuerzo de pensar esencialmente problemático y dinámico, que intenta dar cuenta de los límites trazados por el entendimiento abstracto y por sus presupuestos conceptuales, esa manía de querer imponer formalizaciones a priori, patrones, nóminas, “modelos” preestablecidos, epistemologías, metodologías e instrumentos de medición, característicos de un presunto conocimiento “científico”, en realidad abstracto, separado y ajeno a la realidad efectual de las cosas.

Un conocimiento inadecuado, estático, puesto, muerto, extrañado, obsesionado por la desgarrada imposición de las formas sobre los contenidos. Si un producto de primera necesidad -la leche, por ejemplo- está regulado por un régimen fraseológico, el mismo no podrá ser vendido por encima del precio establecido en la regulación impuesta. Pero bastará con cambiarle el nombre al producto -«bebida láctea»- para ser vendido a cualquier precio. Ya no es leche, sino “bebida láctea”, por más que se haya extraído de las mismas vacas, y no precisamente las de la campesina del aforismo hegeliano. Cuestión de nombres. Una auténtica lucha nominativa de “clases”. Las autocracias viven fascinadas por las nominaciones. Han encontrado en la vulgarización nominal un provechoso modo de presentar la realidad, encubriéndola. Formas vaciadas de todo contenido, rimbombantes y pomposas frases hechas que carecen de significado. Se representan una patria sin patriotas. Llaman libertad a la sumisión y soberanía a la dependencia. Fabrican billetes ficticios, carentes de todo valor. Decretan sueldos con los que nada se compra, leyes que carecen de legalidad, instituciones desprovistas de institucionalidad, elecciones sin electores. La gansterilidad promueve una realidad gaseosa, irreal. Es el auténtico opio del pueblo. No han comprendido que la potencia que exhiben de continuo pone en evidencia su cada vez mayor impotencia.

No por casualidad, el escenario se replica dentro de un cierto sector político que se autodefine como “la oposición democrática”. Están felices y orgullosos de sus virtuales, esquematismos y formulaciones “científicas” y “epistemológicas”, como gustan decir, asistidos nada menos que por la fe en los “instrumentos de medición” de una “opinión pública” que carece de opinión pública o que, en el mejor de los casos, se haya esclerotizada, dado que de las mismas preguntas se deducen tautológicamente las mismas respuestas. En los discursos de sus dirigentes se puede anticipar la frase que vendrá a continuación. Es la vanidad de la nada, el sentido del sin-sentido, la tácita disponibilidad al visto bueno de la heteronomía establecida. Y es que, en el fondo, no importa qué se diga con tal de tener algo que decir para ganar algunos aplausos, mientras se intenta expiar el ancestral complejo de culpa o de inferioridad. Son discursos automáticos, de utilería. La retórica escolástica ajustada a criterios mediáticos, “científicamente” calculados. En fin, se trata de encender una vela en el altar metodológico frente a una estampa -o una fotografía- de la realidad.

La ontología del ser político y social, del zoon politikón, se hace necesaria ante el indicio de un hueco, de una falla telúrica. Ante la inminente ausencia de objetividad. Ya no se trata de un síntoma sino de una pandemia, aun no avistada ni por el fanatismo mediocre ni por el pragmatismo divagante. El Estado ya no es, porque un Estado es -por principios, que son por cierto el resultado de la experiencia de la conciencia de una determinada formación histórica y social- la adecuada conjunción de la sociedad civil y de la sociedad política, el inestable equilibrio de lo uno y de lo otro, el recíproco reconocimiento de legalidad y legitimidad, de coerción y consenso. Un Estado meramente nominal no es un Estado. Un Estado que prescinde cada vez más de sus fuerzas productivas es un consorcio de criminales. Un Estado nominal que oculta su condición de «fase superior» del autoritarismo totalitario, un cártel, cuya motivación proviene del profundo deseo de venganza de un puñado de fámulos, lo que se traduce en el continuo saqueo de las riquezas naturales de lo que va quedando de país. Una ontología de la política tiene que dar cuenta de este particular fenómeno de la conciencia invertida, más allá de la impotencia de la racionalidad instrumental. La historia tal vez tarde, pero llega. El fin se les aproxima, aunque muchos no lo perciban. Solo es cuestión de tiempo. Pero el espacio de la reconstrucción tiene que sustentarse en el ser, por lo que es tiempo de ir desechando las vanas ilusiones, las “fórmulas magistrales” prefabricadas, los esquematismos y las presuposiciones, para asumir la lección del pasado desde el presente, la comprensión de la historicidad del aquí y ahora.

 

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